Skip to main content
Al cumplirse un siglo del genocidio liderado por la Casa Arana, hay que volver sobre este negro capítulo para saldar viejas deudas y tomar de él lecciones para el presente.

No son pocos, por desgracia, los capítulos de nuestra historia sobre los que recaen más sombras que luces y que contienen deudas sin saldar. Uno de ellos tuvo lugar entre 1903 y 1912 en el actual departamento del Amazonas. Allí, en La Chorrera, el comerciante peruano Julio César Arana estableció, a comienzos del siglo XX, el centro de operaciones de su empresa, la Casa Arana, dedicada a la extracción de caucho, recurso para entonces tan codiciado como lo son hoy el petróleo o, incluso, el coltán, entre otros minerales.

Movido por la ilusión de hallar una suerte de Dorado cauchero, Arana incursionó en una región en disputa todavía entre los gobiernos colombiano y peruano -que lo apoyó con su ejército-. Respaldado por indolentes capataces, pronto logró subyugar a la comunidad huitoto valiéndose de los más sanguinarios y cruentos métodos de dominación para hacer posible una sangrienta extracción a gran escala. Una vez terminada la fiebre, al descubrirse especies que producían un caucho de mejor calidad en Asia, esta etnia quedó diezmada, al borde de la desaparición. Se calcula que murieron más de 80.000.

Relatos de lo ocurrido allí y en otras regiones del Amazonas no faltan. El primero fue publicado en 1909 en un periódico londinense con el acertado título de ‘El paraíso del diablo’, y motivó una investigación contra la Casa Arana de los gobiernos británico y estadounidense.

Luego le correspondió a la ficción, con La vorágine, de José Eustasio Rivera. Más recientemente, el Sueño del celta, del Nobel Mario Vargas Llosa, sobre el cónsul británico Roger Casement, encargado de investigar tales abusos, desempolvó este oscuro recuerdo.

El asunto recobra hoy vigencia, pues este año se cumple un siglo de la publicación del informe de Casement, que advirtió sobre el genocidio que allí ocurría. Tras décadas en las que los descendientes de las víctimas prefirieron no volver sobre lo sucedido, por razones cuya explicación anida en los pliegues de esta cultura, sus actuales caciques han decidido llevar a cabo una ceremonia conmemorativa.

Lo hacen no con el fin de señalar culpables, ni siquiera para exigir reparación. Solo pretenden reconocimiento y un compromiso de no repetición. Y merecen su sitio en el relato de la nación colombiana; que de su tragedia den buena cuenta los libros de texto escolares; que les sean valorados espacios y garantías para compartir y preservar su milenaria cultura y su sabiduría. «El Presidente de Colombia de esa época no sabía quiénes vivían en La Chorrera. Nunca lo supo… y por eso pasó lo que pasó. El Presidente de hoy tampoco sabe», declaró uno de sus líderes a la revista Arcadia.

Por eso, al acto, que tendrá lugar mañana, 12 de octubre, las 22 comunidades que lo organizan han intentado invitar personalmente al Primer Mandatario, quien, por encontrarse convaleciente, no podrá asistir. No obstante, bien haría el Gobierno en atender la invitación enviando a un funcionario de alto nivel.

Además, es perentorio mirar con atención este episodio, para de él sacar lecciones a la hora de elaborar la regulación de las bonanzas que se alimentan de la explotación de los recursos naturales. También recuerda la importancia de proteger el tejido social de unas comunidades que estaban antes y, seguramente, trascenderán el período de extracción.

Pero, sobre todo, el pedido de la comunidad huitoto pone de relieve que un esfuerzo de reconciliación nacional debe ir más allá de la violencia de los últimos sesenta años; que existen otros grupos que desde hace décadas, tal vez siglos, esperan del Estado un gesto que sirva para cerrar viejas heridas.

http://www.eltiempo.com/opinion/editoriales/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12296503.html
 

Leave a Reply