Documentos Oficiales – Quincuagésimo tercer período de sesiones
11ª sesión plenaria – Miércoles 23 de septiembre de 1998, a las 10.00 horas , Nueva York
La presente acta contiene la versión literal de los discursos pronunciados en español y de la interpretación de los demás discursos. Las correcciones deben referirse solamente a los discursos originales y se enviarán firmadas por un miembro de la delegación interesada e incorporadas en un ejemplar del acta, dentro del plazo de un mes a partir de la fecha de celebración de la sesión, al Jefe del Servicio de Actas Literales, oficina C-178. Dichas correcciones se publicarán después de finalizar el período de sesiones en un documento separado.
Discurso del Sr. Andrés Pastrana Arango, Presidente de la República de Colombia
El Presidente: La Asamblea escuchará ahora un discurso del Presidente de la República de Colombia.
El Sr. Andrés Pastrana Arango, Presidente de la República de Colombia, es acompañado al Salón de la Asamblea General.
El Presidente: En nombre de la Asamblea General, tengo el honor de dar la bienvenida a las Naciones Unidas al Presidente de la República de Colombia, Excmo. Sr. Andrés Pastrana Arango, a quien invito a dirigir la palabra a la Asamblea General.
El Presidente Pastrana Arango: Sr. Presidente: Al dirigirme por primera vez como Presidente de Colombia ante esta Asamblea, permítame expresarle, en nombre de mi Gobierno, nuestra cálida felicitación por su elección para conducir nuestros debates en este período de sesiones.
Hace pocas semanas se realizaron en Colombia las elecciones democráticas más importantes en la historia reciente del país. Pese a los factores adversos que han afectado a nuestra nación durante los últimos años, el régimen institucional de Colombia, enfrentado a una de sus más duras pruebas, está mostrando de nuevo su solidez. Más de 12 millones de personas, en lo que ha significado uno de los índices de participación más altos en la historia política de la nación, se expresaron de manera libre, espontánea y consciente en el mes de junio.
Ahora los colombianos miramos hacia un nuevo horizonte. Hemos restablecido la confianza. Hemos emprendido el cambio que nos permitirá afrontar con decisión nuestros problemas internos y que conducirá a una inserción más positiva y dinámica en la comunidad internacional.
Nuestra tarea más urgente será la construcción de la paz. Es un compromiso irrenunciable de mi Gobierno y la más sentida esperanza de todos los colombianos. Somos conscientes de lo complejo que resultaría consolidar un proceso en el que se logren desactivar por completo las causas de la confrontación. Pero toda nuestra energía estará puesta al servicio de ese noble objetivo y lucharemos sin descanso hasta alcanzarlo.
Por ello, he asumido personalmente el liderazgo para construir la paz. Estamos trabajando arduamente en la elaboración de una agenda para tal propósito. Convencidos de que en ella deben participar todos los representantes de la sociedad, y de que al final de ese camino encontraremos la luz que guiará a nuestro país hacia la recuperación de la plena convivencia.
La paz en mi país estará también cimentada en una clara estrategia de desarrollo económico y en una audaz política de justicia social. Sólo así será posible consolidar una paz fértil y duradera.
En el camino hacia la paz, el concurso de la comunidad internacional será un complemento de nuestros esfuerzos internos.
Promoveremos el respeto a los derechos fundamentales y la plena aplicación del derecho internacional humanitario por parte de todos los actores de la confrontación. Tendremos en cuenta valiosas experiencias en la solución de conflictos internos en otros países, para incorporar lo que en el caso colombiano resulte aplicable y procedente.
La paz en Colombia demandará inversiones de gran magnitud en áreas sociales y de infraestructura en las zonas de conflicto. Crearemos, para ese propósito, el "Fondo de la Paz". Parte significativa de los recursos necesarios provendrán de fuentes domésticas. Buscaremos también aportes de la comunidad internacional, de la cual hemos recibido ya voces de aliento, de solidaridad y de interés.
Todas esas acciones constituirán lo que hemos denominado la diplomacia para la paz. Será una diplomacia con contenido social y económico. Una diplomacia que se traduzca en inversiones, en la movilización de recursos humanos, técnicos y financieros, para darle a la paz un piso firme y perdurable.
El logro de la paz en nuestro país constituirá un aporte sustancial para comenzar a liberar a la humanidad de uno de los peores males del siglo XX: el problema mundial de las drogas ilícitas.
En la medida en que brindemos a nuestros campesinos alternativas de desarrollo agrícola con precios justos para sus productos, tanto en los mercados domésticos como en los externos, se reducirá su dependencia de los cultivos ilícitos. El apoyo de la comunidad internacional será crucial para este propósito. La erradicación de los cultivos ilícitos será uno de los componentes centrales en las conversaciones de paz que tenemos previsto emprender con los grupos alzados en armas.
Es cierto que con el fin de la confrontación bipolar, se inició la configuración de un sistema de relaciones internacionales basado en la distensión y en la disminución del papel que la capacidad militar había ejercido durante el período de la guerra fría. El fantasma de una catástrofe nuclear parecía entonces disiparse y la humanidad entera abrigó nuevas esperanzas.
Se pensaba que la redención podría llegar a los numerosos países y millones de personas en el mundo que habían resultado relegados en medio de las tensiones y de las disputas entre las dos grandes superpotencias. Pero casi una década después, las realidades se han mostrado crudas y lejanas frente a las expectativas inicialmente anunciadas. Han aparecido rivalidades étnicas y religiosas, confrontaciones regionales y nuevas amenazas de connotaciones graves para la paz.
Deseo expresar el rechazo frontal de mi Gobierno y del pueblo de Colombia a todas las formas de terrorismo, de cualquier tipo y modalidad, y sin importar cuál pueda ser su origen y motivación. No puede haber tregua con el terrorismo. Todos nuestros Estados deben luchar concertadamente para derrotarlo. Ese es, sin duda, uno de nuestros principales retos.
La corrupción está golpeando las democracias en un número creciente de países y se está convirtiendo en una fuente de descomposición política y social. Las drogas ilícitas, por su parte, siguen siendo una de las peores tragedias de la sociedad contemporánea, provocando irreparables daños a las nuevas generaciones y con ello al futuro de la humanidad.
Aún no existe un ejercicio pleno de los derechos humanos. La mujer es aún objeto de vejámenes y discriminación. Los niños son víctimas de oprobiosas prácticas. Cincuenta años después de haberse adoptado la Declaración Universal de Derechos Humanos, los grupos más vulnerables en numerosos casos no tienen acceso a la protección que el Estado está en obligación de brindar.
Se siguen aplicando prácticas insostenibles de consumo y de producción que están conduciendo al agotamiento de los recursos naturales en el planeta, a la depredación de sus riquezas biológicas y a la contaminación de nuestros ríos y de nuestros océanos.
La pobreza sigue golpeando inmensas capas de la sociedad. El crecimiento económico en unos pocos países y la prosperidad en algunos estratos contrasta dramáticamente con la marginación que sufre la mayor parte de la población mundial.
Todo ello ocurre en un medio internacional en el que el derecho al desarrollo está indisolublemente asociado a la existencia de un entorno internacional favorable. Estamos atravesando la más seria crisis financiera desde el final de la guerra fría, y no parece existir aún la suficiente claridad y voluntad política para enfrentarla y para superarla.
América Latina se ha pronunciado unánimemente en torno a la gravedad de la crisis, cuyos orígenes son ajenos a nuestra región, en la cual los países han hecho reformas estructurales para tener unas economías sanas, que les permitan atender las expectativas sociales de sus pueblos.
Somos conscientes del riesgo de una recesión mundial y hemos considerado indispensable que las naciones de mayor desarrollo, el Grupo de los Siete y los organismos financieros internacionales, adopten medidas adecuadas para prevenir nuevos colapsos que afectan irreversiblemente, en primera instancia, a los países en vías de desarrollo; medidas que permitan recuperar la estabilidad de los mercados financieros y se involucren, en forma urgente, en la solución de la preocupante crisis que actualmente atraviesa la economía mundial.
Entre las propuestas que Colombia formuló en la Conferencia de San Francisco y que fueron incorporadas en la Carta de las Naciones Unidas hay dos que quisiera destacar ahora, porque hacen parte del patrimonio común de nuestra política exterior: el cumplimiento de buena fe de las obligaciones contraídas por los Miembros de las Naciones Unidas, como presupuesto fundamental para la validez de su gestión universal, y el reconocimiento del papel que cumplen los acuerdos y organismos regionales en el mantenimiento de la paz, en la seguridad internacional como concepto integral y en el arreglo pacífico de las controversias entre los Estados.
Colombia cree que el universalismo y el regionalismo son complementarios y deben apoyarse armónicamente. Por eso, el reforzamiento de los organismos regionales, dentro de un concepto universalista, es propósito de nuestra diplomacia. Es por tanto indispensable que concertemos nuestros esfuerzos para la recuperación del momentum que se vivió con ocasión del cincuentenario de la creación de las Naciones Unidas, para que su revitalización se haya plasmado a la entrada del nuevo milenio.
Los diversos niveles de acción requeridos se asientan todos en la credibilidad y la confianza de nuestros pueblos en el multilateralismo que las Naciones Unidas personifican. Algunos se vinculan con la aprobación de ciertas reformas que la experiencia de este tramo histórico y los cambios mismos en la escena mundial han vuelto imperativos. No se puede pretender que las Naciones Unidas posean fórmulas mágicas, que nosotros mismos no tenemos, para resolver problemas y situaciones que nos atañen a todos, dentro de la interdependencia y la internacionalización que tipifican nuestro tiempo.
Pero sí es necesario adecuarlas al momento histórico actual, ahora que se abren perspectivas ensanchadas y se afrontan retos descomunales. Algo que se parezca al ímpetu idealista y pragmático que encamina las hazañas de una especie humana solidaria.
Las razones que justificaron la creación de las Naciones Unidas no sólo se mantienen intactas, sino que incluso han crecido con rapidez en la segunda mitad del siglo XX. Los principios que inspiraron su creación han alcanzado tal vigencia que cualquier acción unilateral o de grupos de Estados resulta inferior y limitada. Por lo tanto, resulta útil identificar lo que estamos en capacidad de hacer para dar una nueva y verdadera vigencia a las reformas proyectadas. Hay que buscar un auténtico consenso para la agenda prioritaria del nuevo milenio.
Colombia está dispuesta a ayudar a conciliar las discrepancias que subsisten. No se trata de un simple acuerdo formalista ni de la simple búsqueda de un reformismo utópico, sino de un avenimiento de conjunto y de la concertación metódica y generosa de propuestas para acercarnos a una era de mayor justicia y equilibrio.
Tenemos que superar la contradicción de que se le pidan más responsabilidades, gestiones y programas a las Naciones Unidas, pero al mismo tiempo algunos Estados no cancelen sus obligaciones o no muestren su disponibilidad a aumentar su contribución en proporción a sus propias condiciones. Las Naciones Unidas requieren, sin duda, una financiación adecuada. La adaptación de estructuras, de normatividad y aspectos operacionales supone dotar a la Organización de recursos humanos y financieros a través de una gestión eficiente y pulcra.
La cooperación para el desarrollo debe recibir una inyección masiva, que la rescate de su languidecimiento, a tono con el texto y el espíritu de la Carta y de innumerables compromisos, dentro de una concepción integral que incluye el estímulo al respeto de los derechos humanos: individuales, sociales, económicos y culturales.
Dentro de la línea de mi Gobierno de auspiciar una participación más amplia de los nuevos actores internacionales, como las organizaciones no gubernamentales y el sector privado, deben gestionarse fuentes adicionales de financiamiento de ciertos programas sociales, de desarrollo y humanitarios, que amplíen la acción de las Naciones Unidas y la preserven como el timón colectivo de la solidaridad internacional.
Necesitamos un multilateralismo con contenido social. Uno en el que el ser humano sea el centro de las prioridades. Y en el que el desarrollo sea el eje conductor de las decisiones. Hago, desde esta tribuna, un llamado para que contribuyamos todas las naciones a enterrar la época de la posguerra fría, entendida apenas como interregno, y a abrir la puerta, de par en par, a una era de multilateralismo creador y más humano.
Es cierto que los principios fundacionales están vivos, pero se requieren ajustes, volver a pensar determinadas modalidades de la acción internacional y recoger el clamor de los pueblos que aspiran al desarrollo y luchan por él en medio de dificultades y conflictos. Debe reforzarse el poder de interlocución y de diálogo entre el Norte y el Sur y disminuir los desbalances rampantes.
Creemos que ha llegado el momento de hacer una recapitulación objetiva del estado en que se encuentran las negociaciones sobre las reformas de la Organización, para asegurar la efectiva interrelación de los asuntos económico-sociales con las aspiraciones legítimas de las naciones en desarrollo, con instrumentos que propicien el enlace entre los organismos dimanados de la Carta de San Francisco y las instituciones surgidas de Bretton Woods.
Se sabe que las solas respuestas nacionales o de grupos de Estados son insuficientes. Ante ello, resalta aún más la urgencia de concertar respuestas globales a través de un multilateralismo vigoroso. Hay una evidente dicotomía entre la globalización de hecho, a través de la tecnociencia, las comunicaciones instantáneas, el mercado mundializado y, por otra parte, la ausencia de un genuino orden social y de promoción humana.
Hay que relanzar un verdadero y productivo diálogo Norte-Sur, fundado en el concepto de una solidaridad que no se reduzca a declaraciones o a buenas intenciones sino que se traduzca en hechos concretos; que tenga en cuenta las necesidades de los sectores más vulnerables y de los marginados del progreso y que sustituya la lógica del enfrentamiento y de la escisión entre los países pobres y ricos, por la lógica de la cooperación, la corresponsabilidad y la solidaridad inspirada en la equidad como regla de oro del multilateralismo.
Su Santidad Juan Pablo II lo sintetizó inmejorablemente, con ocasión del cincuentenario de las Naciones Unidas, cuando, ante esta misma Asamblea instó a congregar esfuerzos para construir una civilización de amor, fundada en los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad, para responder al miedo que ensombrece a la humanidad en las postrimerías del siglo XX.
Estamos convencidos de que la Carta y el conjunto de las instituciones del sistema internacional deben promover una dinámica cooperación, enriqueciendo con sus particularidades el patrimonio universal compartido.
Las Naciones Unidas no deben ser tan sólo un foro para la expresión soberana de los Estados. Deben ser el recinto de las negociaciones y la síntesis en el espacio político, cultural y económico-social de las naciones.
Es reconfortante constatar que los grandes propósitos que inspiraron la Carta siguen vigentes. Ahora nos corresponde mantenerlos e interpretar los fenómenos nuevos, surgidos de los cambios históricos.
Se sabe, por ejemplo, que los conflictos dentro de los Estados desbordan el marco concebido para las viejas guerras interestatales. Se tiene una mayor comprensión sobre los vínculos entre la paz y el desarrollo, de los vasos comunicantes entre fenómenos políticos y económico-sociales. Creemos en la conveniencia de consolidar un orden mínimo internacional, en la sustitución de la violencia y el terrorismo por la paz y la convivencia, que llegarán a prevalecer, precisamente, a través del multilateralismo.
Colombia auspicia los esfuerzos encaminados al control del armamentismo, a la búsqueda sistemática del desarme como propósito máximo, a la destinación prioritaria de los recursos mundiales y regionales al desarrollo. Por ello, juzgamos indispensable avanzar en el control y el desarme gradual de las armas de destrucción masiva, así como en el control eficaz del tráfico ilegal de armas del que son víctimas miles de hombres, mujeres y niños que diariamente caen en los cuatro puntos cardinales y en especial en los países en vías de desarrollo.
Se requiere una estrategia realista y concertada para asegurar la paz ahora y en el siglo venidero, reforzando los mecanismos de verificación de los tratados, la solución negociada de controversias y la creación de zonas desnuclearizadas con eficaces sistemas de comprobación. Las Naciones Unidas deben, en ese sentido, perfeccionar sistemas de alerta temprana de evaluación de los hechos, para ejercer una verdadera y eficiente acción preventiva.
Hoy he venido a reiterar la diáfana tradición de Colombia como nación apegada a los grandes principios que constituyen la razón de ser de las Naciones Unidas, dispuesta a prestar su concurso en el cumplimiento de sus metas y de sus reformas, con reflexivo optimismo. Creemos útil recapitular y evaluar los resultados de las distintas cumbres realizadas en los años pasados, con el fin de hacer un seguimiento de sus resultados y planes de acción. Ello servirá no sólo para medir su efectividad, sino como elemento principal de análisis de la coordinación de las distintas instituciones del conjunto del sistema de las Naciones Unidas.
Nuestras gentes, con razón, reclaman mayor efectividad y menos retórica, menos retórica declarativa. No podemos defraudar a miles de millones de seres humanos que anhelan un mundo en paz, en democracia y en libertad, pero sobre todo, un mundo justo, solidario y equitativo.
El Presidente: En nombre de la Asamblea General, quiero dar las gracias al Presidente de la República de Colombia por la declaración que acaba de formular.
El Sr. Andrés Pastrana Arango, Presidente de la República de Colombia, es acompañado fuera del Salón de la Asamblea General.