No estamos en el momento histórico para cometer la injusticia de estigmatizar con brochazos gruesos. Es cierto que las autoridades han encontrado una serie de correos electrónicos en los que, presumiblemente, él aparece como parte de las Farc: en el computador de Raúl Reyes (desvirtuado como prueba judicial por la Corte Suprema de Justicia por la violación de la cadena de custodia), en el del Mono Jojoy, en el de Alfonso Cano. Razón de sobra tienen esas autoridades para investigar estos hechos. Pero también la tiene, por supuesto, el mismo Jerez al usar su derecho a defenderse, diciendo que es un líder campesino, no un apéndice de las Farc. Y mientras una sentencia judicial no haya definido algo, es poco lo que se puede —y se debe— decir, y sobre todo asumir.
El problema de las protestas en el Catatumbo, sin embargo, no es ese. La nuez del asunto no radica tanto en si hay o no infiltraciones de las Farc en este territorio, que es en lo que el Gobierno insiste con irritante impaciencia. No. La cosa aquí es de un calado mucho más hondo: estamos hablando del Catatumbo, una región gigantesca que, sistemáticamente, fue olvidada por el Estado colombiano. No es hora, entonces, de radicalizar (más) este debate, buscando culpables con cuentagotas, sino de tratar de entender lo que pasa en esa región, quiénes son esos campesinos que protestan, qué visión de Colombia tienen, qué propuestas están haciendo, no sólo hoy, sino desde hace 20 años.
Ver las cosas en blanco y negro es un error que ninguna de las dos partes de esta confrontación política puede darse el lujo de hacer. Y es que, ¿no es lógico que las Farc estén infiltradas dentro de un puñado de campesinos que han crecido en un país donde el Estado colombiano no es tan palpable para ellos? ¿No pueden darse cuenta, desde la tecnocracia oficinista del Palacio de Nariño, de que estas personas apenas conocen al establecimiento en la forma burda y exclusiva de la fuerza? Y si las Farc han infiltrado la protesta, ¿eso desaparece los problemas del Catatumbo?
Y al revés también: se hace cada vez más necesario que los campesinos del Catatumbo muestren más claridad. Estamos seguros de que sus vidas pueden correr peligro por este hecho, pero en la transparencia (y en la consecuente actuación y presencia del Estado) está la clave para que, por fin, nos sentemos a dialogar y a construir un país conjunto.
No lo está, en cambio, en las acusaciones de parte y parte que podrían no tener fin nunca, que se han vuelto una perogrullada vacua y sin sentido: que los guerrilleros infiltrados, que el Estado estigmatizador. En todo este escenario ambos pueden tener razón, como pasa en este país. ¿Y? ¿No podemos construir sobre estas bases un diálogo para conjurar la crisis? ¿No podemos ver el Catatumbo y sus dilemas por encima de esas acusaciones?
La institucionalidad colombiana está ausente desde hace 40 años en esta región del Catatumbo. Y presentes, siempre, las balas de los grupos armados ilegales. Que ambas partes acepten este hecho, que no es de poca monta, es el inicio de una realidad que puede empezar a cambiar. Si no, nos quedaremos atrapados en la misma discusión de siempre.
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