Se abren grandes posibilidades para una reforma rural integral: el despegue de una economía agrícola familiar con el compromiso firme del Estado permitirá que se cierre la brecha entre el mundo rural y el urbano en Colombia.
La gran apuesta
Pese a que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, el acuerdo sobre el tema agrario alcanzado en La Habana constituye una apuesta para recuperar el desarrollo rural como política de Estado.
Esto tiene mucho sentido en Colombia, donde se había llegado a registrar un déficit monumental en las políticas para el sector rural, en especial aquellas orientadas a mejorar la calidad de vida de sus habitantes y a disminuir las brechas entre lo rural y lo urbano.
Por eso, el acuerdo anunciado es un hecho político de gran trascendencia para el desarrollo nacional y la vida de quienes residen en el campo.
El acuerdo alcanzado — denominado reforma rural integral — empieza por el acceso a la tierra, incluye la formalización de los derechos de propiedad, los enfoques territoriales, la dotación de bienes públicos y de servicios para la producción, y termina en políticas de alimentación y nutrición.
Ideas propias de los colombianos
![]() Foto: Diego Cambiasco |
Se trata de recuperar el desarrollo rural, pero con una nueva visión de lo rural, con horizontes más amplios que los programas tradicionales, y a partir de una idea que nació del seno mismo de la sociedad y del Estado, principio fundamental para hacer de esa política un propósito nacional.
No hay allí nada que pueda atribuirse a la compra de una idea venida de afuera. El mismo informe de Desarrollo Humano del PNUD 2011 “Colombia rural, razones para la esperanza” es parte de un proceso de reflexión propia sobre los problemas del campo colombiano, así utilice conceptos e ideas que se han ido construyendo en América Latina sobre el mundo rural. Las comparaciones siempre son odiosas, pero no resisto la tentación de indicar que todoslos temas enunciados en el acuerdo, sin conocer los detalles instrumentales y de énfasis, fueron planteados en el Informe del PNUD.
Pero conviene advertir que el acuerdo es el resultado de la reflexión y la combinación cuidadosa de las propuestas hechas durante los últimos 20 años para recuperar el sector rural y para reconstruirlo después de un largo conflicto y de un enorme descuido por parte del Estado y de la sociedad.
El acuerdo toma en cuenta, entre otras, las recomendaciones del Foro Agrario de diciembre de 2012, la propuesta de Proyecto de Ley del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural y la que han hecho las organizaciones campesinas de la Mesa de Unidad Agraria, así como propuestas de la Academia y las propias de las FARC. Por ello constituye una robusta apuesta política por lo rural, aún dentro de las limitaciones que se observan en materia de redistribución de la propiedad sobre las tierras.
Compromiso firme y de largo plazo
Si se afinan los instrumentos y las instituciones requeridas para darle cumplimento, considero que el acuerdo de La Habana promete inaugurar la era del desarrollo rural para Colombia como política de Estado.
Una vez iniciado el proceso, el reto será mantener esa política con un compromiso serio de los gobiernos y la destinación de recursos internos suficientes para concretar sus metas de largo plazo.
Un compromiso de poner a la sociedad rural, a su gente, a sus productores y demás agentes, en condiciones de dignidad y en un contexto donde se manejen criterios de eficiencia, de democracia, de equidad, de sostenibilidad y de compromisos de acabar con instituciones y privilegios del pasado, otorgados a sectores minoritarios, todo en la ruta del desarrollo humano pregonado por las Naciones Unidas.
En la hora actual, conviene aclarar que los problemas rurales no se resuelven mediante políticas sectoriales provenientes exclusivamente del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural.
La política macroeconómica y las demás políticas sectoriales son fundamentales en el camino del desarrollo rural y en la búsqueda de la prosperidad para todos. Pero esas políticas no pueden contradecir el desarrollo rural.
Algunos de los instrumentos de la política macroeconómica deben flexibilizase para hacer de la agricultura una actividad rentable, que no acabe poniendo sus pocos excedentes en el sistema financiero, o que se tope con una actividad minera destructiva de suelos y fuentes de agua, contaminadora de los recursos hídricos y ambientalmente no sostenible.
Y aun más: el desarrollo rural necesita de políticas de desarrollo urbano coherentes con la idea de mejorar los niveles de vida y la calidad de vida de las gentes del campo en relación con quienes viven en las áreas urbanas. Un acuerdo sobre lo rural, en principio, implica repensar el desarrollo urbano para que apoye y complemente el desarrollo rural, no para que se le atraviese en el camino.
Como se indicó en el INDH 2011, si a alguien le conviene la solución del problema de la pobreza rural y de los conflictos en el campo es a los habitantes urbanos. Este proceso debe ir acompañado de políticas que abran oportunidades a los habitantes rurales con opciones de libre escogencia, lo cual pasa por recuperar los procesos de industrialización mediante políticas descentralizadas.
Una nueva economía agrícola familiar
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Las políticas de alimentación y nutrición dan un mensaje cuya clave es la agricultura familiar que se especializa en la producción de alimentos. Allí está el grueso de los campesinos dedicados a la producción en condiciones muy precarias.
Según la Gran Encuesta Integrada de Hogares (GEIH) de 2011, en Colombia existen 12’535.356 hogares, de los cuales 2’840.714 (el 22,7 por ciento) se clasifican como rurales y el resto como urbanos (9’694.643).
De los rurales, 1’392.568 hogares (el 49 por ciento) tienen como principal fuente de ingreso las actividades agropecuarias, es decir, son productores de alimentos y de otras materias primas.
Esa es la base para nutrir una oferta de alimentos, en una política de seguridad alimentaria más fundamentada en las potencialidades internas que en los alimentos subsidiados del exterior. Pero además es la base para pensar en un modelo de desarrollo más pro–campesino y de la pequeña producción, que pueda competir y hacer contrapeso al modelo estrictamente empresarial de la gran explotación.
Esa economía agrícola familiar debe ser fortalecida y estabilizada. La ejecución del acuerdo tiene allí una base económica y social en la cual hacer énfasis, sin descuidar los otros grupos. Dotarla de tierras, facilitarles el acceso, sin discriminación de género, a los demás factores productivos y a los bienes públicos, conectarla de manera eficiente y equitativa con los mercados, y abrirle los espacios potenciales del mercado interno, es el gran reto para sentar una economía rural de grupos familiares que usen adecuadamente los recursos disponibles para mejorar sus condiciones de vida.
Las zonas de reserva campesina adquieren así, en ese contexto, toda su importancia, al igual que la consolidación de las comunidades indígenas y de afros rurales que pueden mejorar sus condiciones alimentarias con apoyos dirigidos a ese propósito.
El acuerdo no cambiará la esencia del modelo de desarrollo en el corto y mediano plazo, pero sí cambia el énfasis en las políticas, desde la competitividad y la productividad, sin desconocer la importancia de estas, a las personas, a la gente que vive en el campo.
Pensar en ese cambio de modelo es posible, si se diera un verdadero compromiso del Estado para apoyar a la agricultura familiar como base de un modelo basado más en la mediana propiedad y con una economía familiar productiva y craadora de empleo.
Tareas pendientes
Faltan aún muchas fichas en el tablero de la democracia y de la modernización para empezar a cambiar de veras un modelo de desarrollo que ha demostrado su incapacidad para resolver los problemas de los pobladores rurales más vulnerables.
Esa vulnerabilidad proviene tanto de la dinámica de los mercados, como del contexto de la internacionalización, del manejo de políticas macroeconómicas inflexibles y guiadas por obsesione ortodoxas, y de un sistema político que restringe la democracia y permite la violación de los derechos humanos.
Los retos que se abren con al acuerdo — en caso de ser efectivamente puesto en marcha y completado con los otros previstos en lo político y con la dejación de las armas y de los negocios ilícitos — son de gran calado. Entre ellos se pueden mencionar:
· reconstruir e innovar la institucionalidad para el desarrollo rural en todos los niveles (nacional, territorial y local);
· diseñar instrumentos para dar continuidad y coherencia a las políticas;
· avanzar en políticas redistributivas para profundizar la equidad en el campo (la sola distribución de tierras no garantiza disminuir la equidad);
· comprometer a la sociedad urbana con el desarrollo rural;
· fortalecer la organización de la sociedad civil para su participación eficaz en la política y el desarrollo en general;
· formar grupos académicos mínimos en las regiones para apoyar programas y proyectos de desarrollo rural;
· generar nuevas oportunidades y opciones de ingresos y empleos en los ámbitos rurales y territoriales, lo cual pasa por recuperar las estrategias de industrialización.
El verdadero desarrollo rural
De adelantarse la política anterior se habrá establecido una diferencia esencial con los enfoques del pasado, y en especial con el llamado “Programa de Desarrollo Rural Integrado” (DRI) que inició el gobierno de López Michelsen en 1977.
El DRI fue una política prestada, sugerida desde el exterior por el Banco Mundial. Colombia no llegó en ese entonces al desarrollo rural por una dinámica interna y una convicción propia.
Se ejecutó durante 25 años, porque contó con financiación externa y complementos internos; y cuando la ayuda y los créditos externos fueron cancelados por razones políticas durante el gobierno Samper, se acabó el Programa DRI.
Lamentablemente en los años noventa Colombia desperdició una oportunidad para adoptar una política de desarrollo rural por su propia cuenta, para aliviar las angustias de pobladores acosados por el conflicto. Tenía la experiencia y los elementos para hacerlo, pero no hubo la voluntad política, y la tecnocracia tampoco tenía la convicción de proponerlo, por estar embriagada con los vientos que venían del Consenso de Washington.
De otra parte, la propia idea de desarrollo rural era parcial, se fundamentó en una visión tradicional y agropecuaria de lo rural, y no contemplaba el acceso a la tierra, pues se practicaba con pequeños productores de alimentos — propietarios formales de sus tierras — y hacía más énfasis en lo productivo y en el desarrollo de los mercados, que en otros aspectos de la vida rural.
Su alcance fue limitado: no más del 8 por ciento de los productores potenciales entraron en el programa. Contó el DRI con el apoyo de las élites y de los gremios del sector agropecuario, pues no afectaba la distribución de la propiedad rural, ni amenazaba los derechos de propiedad legítimamente adquiridos.
Con el acuerdo de la Habana sin embargo se abre un capítulo nuevo en la historia de las políticas de desarrollo rural.
* Consultor en desarrollo rural del PNUD, Colombia.