La justicia castrense necesita el fortalecimiento de su estructura, pero también recuperar la confianza ciudadana, y esto sólo se logra con imparcialidad y rectitud.
La reciente aprobación, por parte del Congreso de la República, del Acto Legislativo No. 2 del 2012 me permite afirmar que, después de una larga batalla jurídica, el fuero penal militar ve luz al final el túnel. Grandes y encarnizadas polémicas de la opinión pública, así como promovidas en foros universitarios, en círculos políticos, organismos defensores de derechos humanos, en las asociaciones de miembros activos y retirados de la Fuerza Pública y en entidades oficiales, permitieron llegar a la definición de unos parámetros que dan un mínimo de claridad a la naturaleza, razón de ser y finalidad de esta jurisdicción especializada, tan necesaria en este país azotado por un conflicto interno único en el universo por su crudeza y características.
El inmenso inconveniente que se presentó en desarrollo de los diálogos, en la elaboración de las ponencias y en el plano de la concertación, fue la falta de credibilidad que afecta a nuestra Fuerza Pública cuando se trata de administrar justicia. De otra forma, hubiera sido más expedita la selección de los delitos que deben ser ajenos a la jurisdicción castrense, y no existiría la prevención expresada por algunos defensores de derechos humanos. No pasaría, entonces, de ser una distribución de competencias entre las dos jurisdicciones. Que la justicia militar tiene deficiencias, ¡es cierto! Como también las tiene la justicia ordinaria. Que requiere mayor autonomía e independencia, ¡es cierto! De ahí que la nueva normatividad disponga, con toda inteligencia, que para brindar esa garantía se requiere una estructura de justicia militar y un sistema de carrera, propios y ajenos al mando institucional.
Los desafortunados casos que fueron denominados ‘falsos positivos’ sirvieron de argumento mediático para señalar un apotegma sofístico, cual es la supuesta equivalencia conceptual entre fuero e impunidad. El daño que esta premisa ha venido causando a nuestra imagen nacional e internacional es inconmensurable; podría pensarse que irremediable. Solo con una reforma estructurada sobre las nuevas bases constitucionales y su desarrollo legal, puede retornar la confianza ciudadana en la justicia castrense. Es preciso reconocer las falencias; toda obra humana está expuesta al error, consciente o inconsciente, pero finalmente, error. Y su magnitud se medirá en cada caso por la afectación generada a los titulares de los derechos comprometidos, a la proporcionalidad y circunstancias del hecho.
Tanto la comisión asesora que designó el Gobierno Nacional, y de la que me honro de haber hecho parte, como las instituciones armadas y las diferentes unidades parlamentarias tuvimos como inspiración de esta reforma el acatamiento pleno del Derecho Internacional Humanitario y los derechos humanos, al punto de encontrar como primer referente de las nuevas normas la integración de sus preceptos con el ordenamiento jurídico interno, lo cual permite dar un gran paso en la perspectiva de consolidar una renovada justicia especializada que ante todo vele por la protección de los derechos de la población civil, de las personas protegidas y por la humanización del conflicto. Con ella avanzamos en forma altamente significativa, al crear el Tribunal de Garantías, que protegerá los derechos fundamentales de los uniformados -en igualdad de condiciones a los civiles-; la posibilidad de crear despachos separados para el juzgamiento de los pares, esto es, militares por militares y policías por policías; la creación de un fondo oficial para la defensa del personal que actúe en actos del servicio, no contrariándolo. Pero no creamos que esta sea la solución para la inseguridad jurídica del personal armado y de la sociedad; es apenas el primer logro.
Se requiere ahora la expedición de leyes estatutarias y ordinarias que determinen con mayor precisión cuándo un uniformado actúa ‘en actos del servicio’. Nuestra Corte Constitucional ha despejado la inquietud de una manera muy general, remitiéndose a los mandatos constitucionales para las Fuerzas Militares y para la policía nacional. Pero esto no es suficiente, como lo demuestran la praxis nacional y las jurisprudencias foráneas, que tampoco han encontrado claridad en el concepto. Hoy, sin embargo, se crea una Comisión Técnica de Coordinación integrada por personal de las jurisdicciones ordinaria y militar, que podrá determinar, provisionalmente, si una investigación la adelanta una u otra autoridad, sin perjuicio de la colisión que pueda proponerse más adelante y que será dirimida por el Tribunal de Garantías.
Otras reformas que esperamos en el futuro consisten en la expedición de una legislación que armonice el Derecho Internacional Humanitario con el interno, que se revisen los delitos contra el servicio y la disciplina cometidos por militares y policías cuyas circunstancias son diferentes, que cree una policía judicial propia, consagre instituciones jurídicas como el principio de oportunidad, la detención y prisión domiciliarias, el tratamiento diferencial del desobedecimiento de órdenes militares que son de inflexible cumplimiento y de órdenes policiales cuya naturaleza entraña el ser reflexivas, y en ocasiones ni siquiera existir, ante la eventualidad de procedimientos de policía en la calle, sin superiores que los orienten.
La aspiración de un verdadero Estado Social de Derecho debería estar inspirada por la absoluta confianza en sus autoridades, tanto comunes como especializadas, pues el único propósito constitucional es que cada quien haga lo que le corresponde en forma ética, moral, eficiente y eficaz. Más en el caso de los miembros de la Fuerza Pública, sometidos a un régimen de disciplina, obediencia y rectitud más exigente que el del común de los ciudadanos. El compromiso con la Patria debe traducirse, ante todo, en obrar conforme a la verdad y la justicia.
La profesión de las armas, en forma diferente de todas las demás, implica el riesgo de morir en su natural misión de combatir a los malhechores en aras de proteger a la sociedad; es precisamente por poner en riesgo la vida en cada uno de sus actos por lo que demanda consideraciones especiales; es el conflicto de ‘tu vida o la mía’ el que lleva a que sea un juez conocedor de las circunstancias del conflicto quien dicte las sentencias de esta naturaleza. Y la razón de su fuero no es otra que contar con la seguridad de no ser condenados como delincuentes en medio de la indignidad, por el solo hecho de cumplir con el deber. Dentro de los valores, virtudes y principios en que hemos sido formados, no está la falsedad sino todo lo contrario: la censura a quien a ellos falte, a quien enlode el buen nombre y prestigio labrados con la sangre de sus compañeros. De ahí que las leyes castrenses deban ser más severas en su aplicación que las ordinarias.
La justicia castrense necesita el fortalecimiento de su estructura, pero también recuperar la confianza ciudadana, y esto solo se logra con imparcialidad y rectitud. Ella tiene el presupuesto ideológico de estar capacitada para evaluar adecuadamente los comportamientos de quienes ostentan la fuerza en defensa del Derecho. Esa fuerza debe aplicarse con los más rígidos principios de necesidad y proporcionalidad, siempre dentro del marco de la legalidad, los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario, pues Colombia necesita que impere la justicia y que encontremos los senderos que conduzcan a la derrota de la impunidad. Es este un presupuesto necesario para la paz.