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Por: Michael Reed Hurtado

En la guerra, el lenguaje sufre. A partir de su experiencia como ensayista y periodista en el conflicto palestino-israelí, David Grossman nos recuerda que “el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación, es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto” (Nueva York 2007a).

Grossman habla de su experiencia de “escribir en una zona de catástrofe”. Expone cómo, en su natal Israel, el lenguaje utilizado “gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes”, creados por los entes oficiales que gestionan el conflicto e irradiados por los medios de comunicación al público (2007a).


Los medios de comunicación distorsionan aún más la representación de la guerra, al “ofrecer a su público una historia fácil de digerir” (2007a). Su mensaje, inevitablemente, permea todas las esferas, incluyendo las íntimas.

La manera como hablamos de la guerra está plagada de estereotipos, generalizaciones y simplificaciones. La complejidad de la guerra, sus particularidades, sus múltiples razones y las intimidades que la envuelven se reducen a expresiones sencillas que se tienden en una balanza dicotómica entre buenos y malos. Así los medios de comunicación participan en generar un estado de “condena pública” a ciertos individuos mientras generan las condiciones de “exoneración pública” para otros (Berlín 2007b): esta es la historia oficial.

La guerra prolongada termina por expoliar “la riqueza natural del lenguaje humano y su capacidad de alcanzar los más finos y delicados matices y fibras de la existencia” (2007a). En la zona de catástrofe, perdemos “la libertad de pensar de otro modo, de mirar de manera distinta las situaciones y las personas, aunque sean nuestros enemigos” (Tel Aviv 2006).

Para construir la paz, debemos alterar ese modo de pensar (y de hablar) y lo debemos hacer en “un mundo en el que las fuerzas fanáticas y fundamentalistas parecen ir en aumento día a día, mientras otras van perdiendo poco a poco cualquier esperanza de cambio” (2007b).

Encontrar o gestar la esperanza de cambio es tarea de todos; algunos, como los sectores oficiales y los directores de medios de comunicación, tienen una importante responsabilidad en promover nuevos valores de tolerancia y alterar las formas simplistas con las cuales se informa sobre la realidad y se representa la guerra.

Como en Colombia seguimos en guerra, continuamos guiándonos por normas de conducta que aceptan y justifican el uso de la fuerza y la violencia, y hacemos parte (activa o pasiva) de un proceso de simbolización que encuentra cohesión social en torno a la confrontación de un enemigo.

Aunque el gobierno adelanta un proceso de diálogo con ese enemigo y busca su inclusión en la sociedad, el proceso de simbolización del enemigo continúa promoviéndose oficialmente, y detona odio y rencor todos los días.

La construcción de la paz demanda cambios en la manera como hablamos de la guerra y del enemigo. “No es fácil ni sencillo ver la realidad a través de los ojos del enemigo”, advierte Grossman. “Entraña el peligro de la destrucción de nuestra ‘historia oficial’, que generalmente es la única versión permitida y ‘legítima’ que un pueblo aterrado, en guerra, se explica” (2006).

Colombia es, sin duda, un “pueblo aterrado”, habitado por ciudadanos de un conflicto que hablan el lenguaje de la guerra. Emprender el reto de Grossman es urgente para salir del estado de guerra.

http://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/el-lenguaje-en-el-estado-de-guerra-KM2295408

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