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 La deposición de las armas es el punto de partida para la reconstrucción de lo humano. Pero se requiere grandeza y esa es la que no estamos percibiendo.

Ningún pueblo que haya sufrido hasta los tuétanos las desgracias de la guerra puede renunciar a la esperanza de encontrar un día el sosiego de convivir en paz. Lo difícil es descifrar las señales de que ha llegado ese momento.

Uno pensaría, tal vez con ingenuidad, que la degradación gradual de los guerreros, su propensión a dejar de lado el más elemental respeto por la vida, la tendencia a ignorar el sufrimiento de las víctimas, el fanatismo que obnubila la sensatez del pensamiento, la incapacidad de reconocer cualquier razón del oponente y la licencia para justificar con mentiras y eufemismos la barbarie conducirían a la peor desgracia de todas, que es la muerte inútil de miles de seres humanos: quienes creyeron combatir como héroes están muriendo como delincuentes.

Las guerrillas iniciaron sus actividades hace poco más de medio siglo amparadas en situaciones objetivas de injusticia social, lo cual les otorgaba, en el contexto de la época, una vocación histórica de lucha por la equidad y la oportunidad de desafiar dictaduras y regímenes plutocráticos. La revolución bolchevique, la china, la cubana constituían un entorno de búsquedas y transformaciones profundas de la sociedad. Pero el tiempo fue mostrando que esa vía se agotaba en nuevas formas de opresión, incapacidad de generar riqueza y restricción de derechos que fatigaban a los ciudadanos de esos pueblos.

La gran tragedia de la guerrilla se comenzó a evidenciar cuando su motivación inicial de justicia se fue volviendo paradójica: comenzaron a conseguir todo lo contrario de lo que sus fundadores predicaban. Consiguieron estimular la organización de grupos ilegales peores que ellos, aliados con los sectores más sectarios vinculados al latifundio agrario, hasta convertirse en sus grandes electores. Sin las Farc, Uribe nunca hubiera sido presidente ni re-presidente. Sin las Farc y el Eln no habría crecido hasta sus proporciones actuales el gasto militar. Sin su terco accionar de terror no hubieran crecido tanto el tráfico de drogas y la intervención extranjera en nuestro territorio. Además, han logrado como su gran éxito el repudio de la inmensa mayoría de la sociedad hacia ellos y sus supuestas causas.

Con todo y eso, el pueblo colombiano, cansado hasta la náusea de ver morir niños, civiles, soldados, guerrilleros (casi todos pobres porque al combate no van los ricos ni sus hijos), ha manifestado con una generosidad enorme su respaldo a la intención del Gobierno y la guerrilla de terminar el conflicto a través del diálogo. Si a esto se suma el apoyo de la comunidad internacional y su rechazo a las acciones terroristas, se podría pensar que ha llegado el momento.
Pero concretar la solución requiere grandeza, que es algo de lo cual suelen carecer quienes tercamente se aferran a unos dogmas que les justifican toda clase de desmanes: bombardear escuelas o bombardear los diálogos con fines políticos. La generosidad no suele ser la fortaleza de quienes viven del odio y de la guerra.

El 16 de enero de 1992 estaba en El Salvador cuando cientos de miles de personas llenaron las calles para celebrar la firma de los acuerdos de paz. No me cabe duda de que ese fue el verdadero momento histórico de los líderes del FMLN y también del Gobierno (tal vez el único que perdurará en la memoria). Durante cuatro años tuve la oportunidad de participar en los procesos de afianzamiento de la paz. Esa experiencia me reaviva la esperanza, porque pude ver el compromiso de quienes habían combatido para dilucidar la verdad y avanzar en la reconciliación. Estuve en los poblados con los campesinos, con los antiguos combatientes y con funcionarios del Gobierno y entendí que la deposición de las armas es el punto de partida para la reconstrucción de lo humano. Pero se requiere grandeza y esa es la que no estamos percibiendo.

fcajiao11@gmail.com


http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/franciscocajiao/el-momento-para-la-paz-francisco-cajiao-columnista-el-tiempo_12590013-4

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