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Álvaro Sierra Restrepo

La tentación de poner a la guerrilla en La Habana ante un ultimátum es grande; pero el riesgo es aún mayor.

Voy a decir algo que va en contra del sentimiento generalizado del país y, probablemente, de la sabiduría de los negociadores del Gobierno: no arrinconen a las Farc.

Hoy, casi todo el mundo dice que hay que poner presión. La sensación es que las negociaciones de La Habana han durado demasiado. La delegación oficial muestra impaciencia, como lo dejó ver Humberto de la Calle a Juan Gossaín. El Procurador pide ultimátums. Y hasta sectores de la izquierda amiga del proceso llaman a ponerle papeleta con fecha final.


Desde el título –‘Agilizar en La Habana y desescalar en Colombia’– hasta sus puntos, el acuerdo del domingo pasado refleja que el Gobierno y las Farc entienden que recuperar el prestigio del proceso depende de bajarle a la confrontación y lograr acuerdos sustanciales pronto.

Negociar de corrido, no por ciclos, con “un plan con metas preestablecidas”; acelerar la negociación del cese definitivo; un cronograma de medidas de construcción de confianza (como el desminado); el cese unilateral de las Farc y medidas de desescalamiento de los militares apuntan en esa dirección. El plazo del 20 de noviembre no es casual: si funciona, este acuerdo despejará de combates y bombazos las elecciones de octubre.

Gracias a ello, el proceso puede retomar el camino perdido en estos dos meses de escalamiento. Pero hay dos peligros.

El primero es que, como cualquier cese unilateral, este –el sexto de las Farc– es frágil. Si perciben que los militares aprovechan para ‘metérseles al rancho’ (como ocurrió entre diciembre y abril), incidentes como el ataque del Cauca pueden sacudir el proceso.

El segundo peligro es mayor. El acuerdo corre el riesgo de ser interpretado como un ultimátum para las Farc: si en cuatro meses no hay avances sustanciales, no habrá proceso. Así titularon los medios. Y lo sugirió el Presidente al Canal RCN. Lo acordado es más cauteloso: al cabo de ese lapso, cada parte hará “una primera evaluación (…) y tomará las decisiones pertinentes”, dice el texto.

Ciertamente, hay que acelerar. Urge un desescalamiento –contundente y, sobre todo, mutuo–. Y hay que desatascar la negociación en el distante tema de justicia. Pero se está llegando a la fase final, cuando hay que encontrar fórmulas sobre los temas decisivos: justicia, dejación de armas, concentración, refrendación. Y, pese a 37 meses de conversaciones directas en La Habana, falta un ingrediente esencial para lograrlas: confianza.

Las Farc están ante una decisión de vida o muerte: disolverse como organización armada. Y deben tomarla mientras todo el mundo las ataca y nadie les cree. Los jefes llevan mucho en La Habana. La ‘guerrillerada’ está inquieta. Comandantes jóvenes que han reemplazado a docenas de veteranos caídos están nerviosos y llenos de preguntas.

Del lado del Gobierno, crece la tentación de poner presión, a caballo de una opinión pública impaciente y una oposición que le respira en la nuca al alicaído prestigio del Presidente. Del lado de las Farc no se entiende por qué no se reconoce al menos parte de lo que han hecho en estos tres años. Como escribió ‘Timochenko’: “Con el corazón en la mano nos preguntamos (…), por qué nos señalan todo el tiempo como faltos de voluntad”.

Es el momento más volátil de la negociación. Por primera vez, un acuerdo con las Farc es posible. Y está cerca. Pero los pasos finales van a representar el éxito o el fracaso de más de tres años de esfuerzos. Ultimátums y plazos perentorios pueden echar a perder todo lo logrado en estos 37 meses.

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Va en contra del estado de ánimo de la aplastante mayoría del país, pero la única manera de negociar el fin de una guerra es dar al adversario una salida digna. Ponerlo contra la pared en el momento crucial puede provocar exactamente lo contrario.

http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/entonces-hora-de-acorralar-a-las-farc/16106686
 

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