Si la selva no ha cerrado las entendederas de los jerarcas de las Farc, deberían aceptar el puente de oro que se les tiende y salir por la puerta grande de una contienda en innegable bancarrota.
En uno de sus periódicos desplantes, ‘Iván Márquez’, negociador por las Farc en el proceso de paz acordado con el Gobierno bajo las condiciones impuestas por el presidente Santos, resultó con un discurso inoportuno y desafiante, en el que reclama el derecho a secuestrar miembros de la Fuerza Pública bajo el rótulo de prisioneros de guerra, que lo coloca a él como personero de las Farc y a la organización armada que dice liderar como violadores de los derechos humanos y del Derecho Internacional Humanitario y, por ende, como simples terroristas revestidos de un disfraz político.
El doctor Humberto de la Calle Lombana, jefe del grupo negociador del Gobierno, respondió breve y categóricamente: «Si esa es su tónica, díganlo abiertamente para no perder tiempo y dar por terminados los diálogos hacia la solución del conflicto armado, o sujétense a las condiciones acordadas en la primera etapa del proceso». Por su parte, las Fuerzas Armadas descargaron un golpe demoledor al quinto frente de las Farc, dando de baja al veterano y sanguinario cabecilla, junto con más de 20 de sus combatientes.
Si lo que quiso ‘Márquez’ en los términos coloquiales del presidente Santos, fue ‘medirle el aceite’, como periodistas ligeros y precipitados lo proclamaron, también en términos coloquiales se les podría decir que ‘tacaron burro’, en otras palabras, que fueron por lana y salieron trasquilados. La verdad fue que salieron maltrechos de un lance que desbordó el ámbito reservado de las conversaciones, añadiendo la frustración al fracaso.
Estas respuestas gubernamentales tuvieron el carácter de una espada de doble filo. Por un lado, reprimieron al locuaz inoportuno; y por el otro, demostraron sin dejar duda alguna la demoledora superioridad de las Fuerzas Armadas sobre un contendor reducido a las etapas iniciales de la lucha armada: secuestros selectivos, combate contra fracciones menores de la Fuerza Pública, minas antipersonales y brutales asaltos, con cilindros de gas incluidos, contra pequeñas aldeas con protección policial, cuyos puestos no han podido tomar.
Obviamente, el golpe militar llevaba meses de preparación y un metódico esfuerzo de inteligencia que condujo a la ubicación del campamento donde se efectuaba una reunión del quinto frente convocada por su cabecilla. Pero no ha podido ser más oportuno para significar al tozudo «comandante» cuál es el destino que aguarda a sus desvertebradas huestes, de persistir en su lunática contienda contra un Estado en progresivo fortalecimiento, paralelo a su ineluctable decadencia física y moral.
Los hechos aquí relatados confirman el acierto que tuvo la jugada audaz y riesgosa del presidente Santos, que no tuvo nada de improvisación ni mucho menos de repetición de procesos anteriores, en los que se buscó ansiosamente a los cabecillas guerrilleros, sin escrutinio alguno de su voluntad de paz cuando precisamente le habían declarado la guerra al Estado democrático. Aquí el que impuso las reglas de juego fue el Gobierno, incluido un cronograma, cumplido en una primera fase confidencial en la que se convinieron cinco temas de forzosa aceptación para llegar a la firma del acuerdo.
Si la selva no ha cerrado las entendederas de los jerarcas de las Farc, deberían aceptar el puente de oro que se les tiende y salir por la puerta grande de una contienda en innegable bancarrota. Claro está que se requieren altas dosis de generosidad, comprensión y participación de la sociedad colombiana en todos sus estratos para hacer posible la reinserción de los desmovilizados, quizá la más larga y difícil de todo el proceso.
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