¿Qué tanta impunidad tolera un proceso de paz? La pregunta ha estado entre los primeros puntos de la agenda del debate público colombiano en las últimas semanas.
Entre quienes han manifestado su angustia por los costos de la paz hay distintas clases de personas. Están los abiertos enemigos del proceso, como el procurador general de la nación y varios líderes de opinión. Pero también hay otros numerosos observadores con preocupaciones genuinas. Así que a los que le apostamos a que las conversaciones entre Gobierno y Farc lleguen a buen término nos va a tocar volver numerosas veces sobre el punto. Trataré pues de contribuir con el proverbial grano de arena concentrándome en algunos supuestos insostenibles sobre la relación entre paz e impunidad que se han colado en el debate.
El primero es que la escogencia que enfrentan los colombianos es entre castigar o no castigar. Esto, por supuesto, es falso. Al discutir políticas públicas ningún curso de acción se puede evaluar contra un óptimo ideal, sino en relación con las alternativas viables. En Colombia, aparte de la paz, hay otras dos: seguir como vamos, o la victoria militar del Estado. Es claro que el statu quo es la peor situación posible, también en términos de justicia. En el momento actual, tenemos guerra más impunidad. La victoria militar, a su vez, se ha venido pregonando durante lustros, sin que llegue. El Estado colombiano obtuvo, a costa de un gran esfuerzo fiscal que no puede prolongarse indefinidamente, una ventaja militar amplia y significativa, pero no pudo ir más allá de eso. Es que la fuerza es apenas una parte de la ecuación. Una simple analogía bastará para ilustrar el punto. Los Estados Unidos obtuvieron en sus operaciones en Irak y Afganistán “superioridad abrumadora”. Tal superioridad es de hecho mucho mayor que la que disfruta el Estado colombiano. Pero eso no impidió que la guerra que sufren esos países continuara. En realidad, no hay que ir tan lejos para captar la moraleja básica. El ejército colombiano desbarató al Eln en la operación Anorí en 1973. Sin embargo, ese grupo –que se había convertido en poco más que una sigla y un puñado de activistas– revivió en la década de 1980, y se convirtió de nuevo en una amenaza real.
Así que no parece muy verosímil pregonar que, como alternativa real y concreta a las conversaciones de paz, el Estado colombiano pueda destruir a las Farc mañana mismo, y matar –o llevar a la cárcel– a sus jefes. Más aún, ni siquiera es claro que, en términos de impunidad, eso sea más conveniente que una solución negociada. Pues lo que ha demostrado la experiencia de estas décadas de sangre es que el Estado colombiano se ha creado laboriosamente sus propios desafíos; después se ha tomado un tiempo muy largo para enfrentar eficazmente a quienes lo desafían; y ha sido incapaz, en fin, de capitalizar políticamente su superioridad en términos de fuerza, allí donde ha podido adquirirla. La ventaja de la paz sobre otros cursos de acción es que, aparte de sus enormes beneficios directos, implica aunque sea la cuota inicial de un cambio en algunas reglas de juego fundamentales: y esto abre las puertas a mucha más verdad, y posiblemente menos impunidad, de cara al futuro.
La algarabía histérica contra el actual proceso de paz guarda silencio riguroso sobre las opciones que quedan abiertas si no se negocia. La pregunta simple es: ¿hay alguna manera diferente de salir, en un plazo relativamente corto y con una probabilidad razonable de éxito, de la pesadilla de décadas en la que estamos metidos?
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