El escepticismo crece ante el peligro de que colapse el subsidiado y acabe por darles la razón a sectores que han advertido que, de no modificarse las estructuras del sistema, terminará por derrumbarse.
Que los colombianos de escasos recursos pudieran beneficiarse de un sistema de salud de manera subsidiada, financiado con recursos del Estado y el aporte solidario de la gente que sí tenía capacidad de pago y de los municipios donde habitaban era una buena apuesta social, que quedó consignada en la Ley 100 de 1993.
Sin embargo, aquello que en su momento buscaba proteger a los más pobres hoy tiene tantos problemas que parece derrumbarse sobre el ya desvencijado modelo sanitario, al que todos sus actores, de manera reiterada, califican de inviable.
El primero tiene que ver con la cantidad de gente que hoy afilia y que no aporta al sistema. Cuando este se creó se esperaba que la economía y el empleo crecieran al punto de que fueran más los colombianos que aportaran y menos los que recibieran salud subsidiada. Se proyectaba que los últimos no constituyeran más del 30 por ciento. Pero hoy es más la gente por la que el Estado debe responder que la que aporta.
Vale decir que no todos los 22,5 millones de colombianos que hacen parte de este régimen llegaron a él por su condición deficitaria. Hay que reconocer que a factores como los malos manejos de alcaldes y gobernadores, la manipulación de políticos y corruptos, el afán del Gobierno y del Ministerio de la Protección -particularmente de la pasada administración- de cumplir con coberturas a toda costa terminaron inflando las bases de datos del subsidiado, incluso con ciudadanos con capacidad de pago, lo que afectó así a los que en realidad se debe subsidiar.
Mención aparte merecen las EPS encargadas de administrar el régimen y que hoy son cerca de 40. Es claro que muchas han mostrado dificultades en el manejo de los recursos e ineficiencia administrativa, dado que algunas eran empresas sin estructura, sin sistemas de información y proclives a la injerencia política y a cadenas de corrupción. No en vano, hoy la mayor parte tiene algún tipo de control de la Supersalud.
Quizá el mayor símbolo de lo que pasa con tales EPS es Caprecom, la más grande del subsidiado, con 3,1 millones de afiliados y que hoy tiene deudas cercanas a los 600.000 millones de pesos, fruto, en buena medida, de los negocios no sostenibles que se le cargaron por decisiones de Estado, como la administración de hospitales en crisis, la atención de población carcelaria y la afiliación de poblaciones en aquellos lugares donde las otras EPS no ven negocio.
Todo este panorama no ha hecho más que enrarecerse tras la entrada en vigencia de la homologación de los planes de salud de los afiliados al subsidiado con los del contributivo. La queja radica en que aquel régimen debe proporcionar los mismos servicios del contributivo, pero con un 22 por ciento menos de recursos. Eso ha hecho que, a menos de tres semanas de la entrada en vigencia de la medida, algunas EPS, entre ellas Colsubsidio (la mejor calificada de Bogotá), decidieran retirarse de la operación, a la que califican de deficitaria y riesgosa.
Este no es un asunto menor, pues a las dificultades que ya impactaban negativamente en los afiliados, como las barreras de acceso, la negación de los servicios y la mala calidad de la atención, se suma ahora el hecho de que, poco a poco, se van quedando sin EPS dispuestas a afiliarlos.
Aunque el Gobierno y la Ministra de Salud dicen tener herramientas para enfrentar el problema, el escepticismo crece ante el real peligro de que colapse el subsidiado y acabe por darles la razón a aquellos sectores que han advertido, una y otra vez, que, de no revisarse y modificarse las estructuras de todo el sistema, este, en poco tiempo, terminará por derrumbarse.