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El pasado lunes, el general de la Policía en retiro y exjefe de seguridad de la presidencia Mauricio Santoyo se declaró culpable ante una corte de Virginia (Estados Unidos) de haber «abusado de su cargo para asesorar, apoyar y hasta suministrar personal entre octubre del 2001 y noviembre del 2008 a las Autodefensas Unidas de Colombia», organización considerada terrorista por el gobierno norteamericano.

El expediente reza también que, en este lapso, líderes de las Autodefensas habrían pagado «sustanciales sobornos» a Santoyo a cambio de «asistencia y apoyo en sus operaciones».

La aceptación de este cargo se produce tras una negociación del fiscal Neil MacBride con el general (r.), que compromete a este último a entregar información, documentos y grabaciones sobre sus actividades y cómplices. Dicho en lenguaje coloquial, esto implica que muy pronto aquel prenderá el ventilador y hará públicos quiénes y cómo se vieron beneficiados con sus acciones por fuera de la ley.

Estamos ante un hecho de máxima gravedad que, de entrada, nos muestra que durante por lo menos tres años la persona encargada de la seguridad del Presidente de la República, en el gobierno pasado, estaba al mismo tiempo a órdenes de criminales de la peor calaña. Una revelación que, además, da nuevas y preocupantes luces sobre el nivel de penetración en el Estado que lograron nefastas organizaciones, entre las que se encuentra la temida ‘oficina de Envigado’.

No se puede desconocer que se trataba nada menos que de un general de la República, quien, a propósito, había alcanzado este rango en medio de interrogantes por un proceso que la Procuraduría le abrió por interceptaciones ilegales y al cual le hizo el quite escabulléndose de las notificaciones y acudiendo luego a una instancia -el Consejo de Estado- que hasta ese momento no conocía de procesos de ese tipo.

La pregunta obligada es qué hacía una persona así portando estrellas que lo distinguían como general de la Policía y a cargo de decisiones que comprometían la seguridad nacional. Pero este no es el único interrogante.

Faltan explicaciones que justifiquen por qué actuó primero la justicia de otro país. Otros, por su parte, se preguntan por qué la sanción administrativa que ya pesaba sobre él no fue óbice, primero, para que este recibiera el aval del Congreso para lograr su ascenso a general y, luego, para asumir la seguridad del Primer Mandatario.

Estamos, pues, ante un rosario de fallas y omisiones de diversas instituciones que, entre otras cosas, bien ameritan una revisión del proceso de selección de los generales de la república. Aquí hay que decir que tanto la Fiscalía como la Policía y los encargados de la contrainteligencia estatal quedan mal parados, ya que el de Santoyo con los criminales no era ni mucho menos un vínculo casual. No se entiende cómo tales instituciones no tenían elementos que permitieran alertar sobre sus actividades paralelas y por qué, ante las declaraciones de los paramilitares extraditados que coincidieron con su baja, no se procedió siquiera a indagar qué tanto asidero tenían.

Y al tiempo que el país aguarda tanto respuestas como acciones para que un hecho así no se repita, hay que esperar de las autoridades norteamericanas un tratamiento equitativo y transparente de la información que pronto se revelará. El país debe saber quiénes eran sus cómplices, cuáles sus fines, hasta dónde llegó y qué daños causó su oscuro proceder. El mismo que la Fiscalía está en mora de examinar para que, una vez salde sus cuentas en el país del norte, haga lo propio, si hay motivos, ante los tribunales colombianos.

http://www.eltiempo.com/opinion/editoriales/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-12148541.html 

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