Skip to main content

 De cómo el Estatuto de Roma no puede convertirse en obstáculo invencible para el logro de la paz en una sociedad que, como la colombiana, la requiere de modo urgente y prioritario.

No es temerario conjeturar que la Constitución Política de 1991 debe leerse en clave de paz para entender a cabalidad su alcance. Tantos sectores diversos de opinión coincidían en reclamar una reforma a la del 86, que si uno indaga por el punto de convergencia de esa diversidad, parece sensato pensar que era el anhelo de paz.

Insólito modo de enfrentar la situación —pero atinado— el del Constituyente del 91 que decidió conformar un espacio jurídico-político adecuado para la convivencia de una comunidad más democrática, atendiendo a hechos indiscutibles como la diversidad étnica, cultural, económica e ideológica y la evidencia de tantas necesidades básicas insatisfechas en amplios sectores de la población.

Como haciendo un inventario de nuestras vergüenzas más relevantes, optó la Asamblea Constitucional, convertida luego en Constituyente, por instaurar una democracia más amplia —con un catálogo más ambicioso de derechos, muchos de ellos ignorados por nuestra tradición jurídica—, por ensanchar los ámbitos de participación ciudadana y por diseñar herramientas eficaces para la protección de las libertades y la materialización de los derechos. Todo esto no sólo plausible en el plano axiológico, sino adecuado a la prosecución de ese bien tan necesario como esquivo: la paz.

Desde esa perspectiva, el singular artículo 24, “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, pierde su apariencia de artificio retórico y se revela como un útil hilo conductor en la comprensión de los fuertes cambios introducidos. Estaba presente sin duda en las mentes de los constituyentes el conflicto armado que vive el país desde hace medio siglo y la urgente necesidad de ponerle término, mediante el uso legítimo de la Fuerza Pública, pero también por la vía del diálogo político.

Infortunadamente, esta última posibilidad se ha venido estrechando por la ocurrencia de algunos hechos posteriores a 1991. Señalo sólo dos: la práctica eliminación del delito político como consecuencia de un fallo de la Corte Constitucional (sentencia C-456 de 1997) y por la entrada en vigencia del Estatuto de Roma, de julio de 1998, ratificado por Colombia el 5 de agosto de 2002, pero cuyos efectos fueron diferidos al 24 de noviembre de 2010.

Pertenezco al pequeño y jurásico grupo que aún defiende la filosofía fundante del delito político, muy especialmente referido a una democracia tan precaria como la que se practica en Colombia, no obstante la promisoria ruta trazada por el Constituyente del 91. El espacio de una columna de prensa no permite exponer las razones favorables a dicha institución, pero creo que, tal como la contemplaba el Código Penal, constituía un instrumento útil en vista de unas negociaciones de paz.

Y el Estatuto de Roma, al proscribir cualquier beneficio para los delitos más graves (“de lesa humanidad”, por ejemplo), apunta hacia un propósito plausible: que la justicia no se minimice en los procesos transicionales, en los que algún detrimento tiene que sufrir, pero no puede convertirse en obstáculo invencible para el logro de la paz en una sociedad que la requiere de modo urgente y prioritario. Porque aunque parezca paradójico, la consolidación de la paz revierte en bien de la justicia, pues constituye un supuesto fáctico imprescindible para que ésta pueda impartirse, en adelante, de manera plena y confiable.

Resulta irónica la paradoja de que una Constitución engendrada en vista de la paz pueda invocarse como obstáculo insuperable para alcanzarla.

http://www.elespectador.com/noticias/paz/articulo-404490-ironia-del-derecho-paz

Leave a Reply