La situación crítica que atraviesa esta rama del poder no solo menoscaba su imagen y perjudica a los ciudadanos, sino que puede convertirse en un obstáculo para la paz duradera. Por ello, es urgente enderezar el rumbo.
Con mucha frecuencia, al enumerar los principales escollos que deben superarse para alcanzar una paz duradera, se contemplan aspectos como la desigualdad, el atraso del campo, la reticencia y marcada desconfianza de algunos sectores y una eventual intervención de tribunales internacionales, entre muchos otros. Sin negar la importancia de los puntos anteriores, hay que agregar uno que puede llegar a ser igual o más determinante y cuya relevancia en este momento crucial para el país no parece haber sido suficientemente dimensionada.
Nos referimos al papel de la justicia en la consolidación de los acuerdos a los que se pueda llegar tras la negociación con las Farc y que tienen ilusionados a millones de colombianos con la posibilidad de poner fin a una pesadilla de cinco décadas. El asunto es neurálgico, pues tres prerrequisitos, tres inamovibles para el éxito del proceso, como son la verdad, la justicia y la reparación, necesitan magistrados y jueces eficientes, transparentes y éticamente irreprochables. Y este es solo uno entre muchos retos que tienen quienes empuñan la balanza de Temis.
Por eso, preocupa tanto el diagnóstico crítico de esta rama del poder público. Pilar fundamental para sostener el Estado de derecho, garantía de libertades y de primacía del bienestar colectivo sobre los intereses privados, sus cimientos muestran un lamentable estado de deterioro.
Y es que la majestad que había sido el sello de los altos tribunales y de sus integrantes se ha ido diluyendo. Hoy son pan de cada día las noticias sobre disputas entre magistrados libradas con unos términos que a veces no corresponden a su dignidad.
Existen serias denuncias de que la rama está siendo silenciosamente capturada desde adentro por grupos movidos por oscuros intereses personales, a años luz de la que debería ser su motivación: mantener vigorosa y recta la columna vertebral de la democracia. La caza de privilegios se ha convertido en otra actividad en auge en estas esferas, como lo demuestra el penoso capítulo del ‘carrusel’ de pensiones, uno entre tantos escándalos que en tiempos recientes han protagonizado los togados. No se puede olvidar que algunos de ellos tuvieron cuota también en el escandaloso episodio de la fallida reforma de este sector, al ver en ella una tentadora fórmula para acumular nuevas prebendas.
Todo esto, con notables excepciones, ha llevado a que muchos magistrados parezcan más concentrados en mover fichas de un ajedrez político que en construir un mejor país desde su jurisprudencia.
Esta inversión de prioridades se ve reflejada en casos absurdos como las cinco vacantes que hoy tiene la Corte Suprema, y los dos años que tomó escoger el ocupante de una silla vacía en la sección quinta del Consejo de Estado. Pero, más grave aún es que son los colombianos los directos perjudicados, pues la mora judicial crece y priva a los ciudadanos del goce óptimo de un derecho fundamental.
Por supuesto que un factor con poderosa incidencia en esta crisis es la falta de recursos, pero tampoco se puede desconocer que la justicia ha recibido en los últimos años un tratamiento particularmente favorable a la hora de las asignaciones presupuestales, superior, como varios observadores lo han señalado, al dado a otros sectores también esenciales. No obstante, no ha sido fácil lograr que rinda cuentas ni existen hoy indicadores que permitan monitorear hasta qué punto la inversión hecha se ha traducido en un mejor desempeño de los operadores, tradicionalmente reacios a que su rendimiento sea objeto de evaluaciones.
Lo anterior sustenta la preocupación por el semblante actual de un poder público llamado a ser el eje de la reconciliación y la paz. Si se pretende construir una paz duradera, esta debe sustentarse sobre unas bases cuya solidez está en manos de jueces y magistrados. Lo que se avance en legitimación internacional de lo firmado, en consecución de recursos para el postconflicto, tanto como en diseño de políticas públicas para hacerlo sostenible y viable, se pone en serio riesgo si la justicia no se muestra a la altura.
En el empeño por abrirle espacio a la paz, diferentes estamentos han puesto lo suyo. En la lista figuran el Ejecutivo, los empresarios, las Fuerzas Armadas, el Congreso y un sector importante de la academia y de la sociedad civil. Es una tarea que debe hacerse a múltiples manos y en la que, insistimos, la misión judicial es aportar esa pátina que garantizará que lo firmado perdure y que las heridas que se cierren no vuelvan a abrirse.
Una misión de ese talante debe recaer en personas honorables, libres de toda sospecha y cuyo único fin sea responder a su misión de impartir justicia, despojadas de cualquier otra atadura, como por suerte las hay, y son ellas las llamadas a enderezar el barco.
En todo caso, una alerta naranja se ha encendido. El país no aceptaría un escenario en el que, una vez concluidos los posibles acuerdos de La Habana, la justicia no esté en capacidad de darle amplio sustento jurídico al escenario del postconflicto, en el que de verdad se juega la posibilidad de la paz, pues está de por medio la apropiada definición de la situación jurídica de quienes regresen a la legalidad, además de la reparación de las víctimas. Sería imperdonable que la paz desbordara a la justicia.