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Así tituló El Tiempo uno de sus recientes editoriales, dedicado a analizar el próximo regreso a la libertad de alias Popeye. Después de invitar a un debate sobre lo que se espera de la justicia, concluyó que es necesario “revisar los términos y los alcances del castigo y de la resocialización”.

Aun cuando el común de la gente no suele reflexionar sobre ello, la pena que se aplica a un condenado debe tener un propósito, pues de lo contrario su imposición carecería de sentido. En la segunda mitad del siglo pasado, cuando muchos sostenían que la prisión se justificaba como un mal que debería recibir el delincuente por su conducta incorrecta, se abrió paso una corriente doctrinal que, a partir de la consideración del criminal como un desadaptado social, propuso que la sanción debería estar orientada a conseguir su reincorporación a la sociedad.
 
Cuando se habla de la resocialización en abstracto parece tener muchos defensores y en no pocas oportunidades se cuestionan las deficientes condiciones de nuestras cárceles con el argumento de que no permiten la readaptación del recluso. Pero cuando se enfrenta la realidad muchos se olvidan del discurso teórico y sostienen que como los violadores son incorregibles deben permanecer encerrados el resto de sus vidas, o se quejan de las rebajas que reciben quienes trabajan o estudian en prisión, o censuran la concesión de permisos de fin de semana a quienes están cerca de cumplir su pena, o impulsan la aprobación de leyes tendientes a prohibir la concesión de cualquier beneficio para determinada clase de delitos, olvidando que estas y otras figuras similares han sido concebidas como mecanismos de paulatina inclusión de los reos a la vida en sociedad.
 
Otros orientan sus esfuerzos a conseguir que el Congreso aumente las sanciones para las lesiones o muertes producidas por conductores borrachos, equiparándolas a delitos intencionales, como si alguien necesitara estar diez años en prisión para aprender a conducir con apego a las normas. Muchos más miran con preocupación que personas condenadas por delitos de sangre, por extorsión o secuestro o por violaciones vivan en su barrio; ¿cómo puede alguien readaptarse si la comunidad se niega a aceptarlo como su vecino? Las posibilidades de que un expresidiario consiga empleo son reducidas, porque tanto empresas privadas como oficinas del Estado se cuidan mucho de solicitar a los aspirantes antecedentes judiciales para asegurarse de no dar empleo a quien haya delinquido.
 
La contradicción es evidente: en el plano teórico muchos defienden la idea de un sistema penitenciario orientado a conseguir la reinserción del delincuente en el medio social. En la práctica sigue predominando la concepción de la pena como un mal que debe ser causado a quien provocó un mal; entre más daño haya causado con su conducta, más debe sufrir. La discusión sobre qué se busca con la imposición de una sanción es válida porque alrededor de la postura que se adopte gira una parte importante del sistema penal. Pero, sobre todo, es indispensable que cuando se fije una posición al respecto, toda la sociedad se comporte de manera coherente con ese punto de partida.

http://www.elespectador.com/opinion/columna-407573-libertad-de-un-criminal

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