En el último libro que nos dejó, antes de caer a su muerte, Primo Levi nos confronta con reflexiones sobre la memoria de las atrocidades. Los Hundidos y los Salvados (1986) contiene provocadoras consideraciones aplicables a lo que puede estar pasando con nuestra memoria de la violencia paramilitar en Colombia.
Levi inicia su última reflexión escrita cuestionando: «La memoria es un instrumento maravilloso, pero falaz. (…) Las memorias que poseemos no están talladas en piedra; no sólo tienden a borrarse con el paso de los años, sino que cambian, o brotan, con la incorporación de atributos extrínsecos».
Al remarcar sobre la escasa certeza de la memoria, incluso en momentos de normalidad, Levi enfatiza que el paso del tiempo inevitablemente degrada los recuerdos. Esta regla de la vida es comprendida y utilizada para falsear la realidad, especialmente en estados de atrocidad y regímenes de terror. Los mecanismos para falsear la memoria son abundantes.
Levi concentra gran parte de su reflexión en torno a la memoria de los perpetradores. Reconoce que ellos, confrontados por la indecencia de sus actos irrevocables, consciente e inconscientemente, emprenden un trabajo de falsear la realidad a través de la supresión o la alteración de lo acontecido. «Un recuerdo evocado con demasiada frecuencia y, específicamente, en forma de narración, tiende a fijarse en un estereotipo, en una forma ensayada de la experiencia, cristalizada, perfeccionada, adornada, que se instala en el lugar del recuerdo crudo y se alimenta a sus expensas».
Y es justamente esto lo que ha pasado con la memoria de la violencia paramilitar. Lo acontecido es narrado de manera incesante, repetitivamente, por los perpetradores. Hablan y hablan… Aunque, por el desgaste, pareciera que nadie escucha, sus narraciones consiguen arraigo y la memoria tejida es falaz. Al respecto, señala Levi: «Conforme se lo va repitiendo a los demás, pero también a sí mismo, las distinciones entre lo verdadero y lo falso pierden progresivamente sus contornos y el hombre termina por creer plenamente en el relato que ha hecho tantas veces».
Aunque resulta difícil la negación de la atrocidad en sí, su justificación y su interpretación son material propenso a la manipulación a través del discurso. Nos recuerda el sobreviviente de Auschwitz: «Es muy fácil alterar los motivos que nos condujeron a una acción y las pasiones que dentro de nosotros la han acompañado (…) Los estados de ánimo son lábiles por naturaleza y aún más lábil su recuerdo». No se suprime la atrocidad, pero se extirpa o se varía la motivación que acompañó su perpetración.
Con el paso del tiempo, esa nueva verdad paramilitar –esa memoria– prospera y es perfeccionada. «El recordador ha decidido no recordar y ha tenido éxito», sentencia Levi.
Experimentamos una silenciosa muerte de la memoria: la verdad desmembrada, golpe a golpe deformada; el recuerdo nocivo ahogado… Y, así, el incómodo vínculo entre paramilitares y el Estado se extirpa, «como se expulsa una excreción o un parásito». Aquí no pasó nada, la guerra contra la memoria se va ganando…
En este ambiente seguimos en un camino chueco que abusa de la memoria y de los recuerdos –de tanto víctimas como perpetradores– en el cual la gran masa cree no tener nada que ver ni nada que decir. Infectados por desidia y apatía profundizan el olvido del recuerdo incómodo: el crimen de Estado, de eso sobre lo que no se habla.
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