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El gobierno Santos está haciendo casi todo bien en la restitución de tierras. Está montando una institucionalidad duradera con gente idónea que desde el Ejecutivo les pone dientes a los reclamos de los desposeídos ante los jueces.

Con realismo se propuso restituir por etapas, primero en 12 zonas, y allí donde la perspectiva de devolver las fincas a sus legítimos dueños aviva la violencia ha hecho lo posible para proteger individualmente a los líderes que resisten la arremetida de usurpadores de metralleta o de corbata.

Haberse enfocado en esas zonas ha permitido además poner bajo el microscopio el estado de la institucionalidad agraria colombiana para constatar que es calamitoso: miles de propiedades sin registrar, una Nación que no sabe qué tierras le pertenecen, matrículas clonadas, latifundistas beneficiándose con la reforma agraria, entre otras vergüenzas. No es un despelote casual. Ha sido moldeado por esa práctica política imperante que hace que las vacas estén mejor representadas en el Congreso y en la discusión pública que los campesinos.

Esa política añeja, sostenida hoy por los fusiles de bandidos al servicio del mejor postor, sin embargo, ha desafiado con cinismo el programa estrella del Gobierno, matando y amenazando a líderes de tierras y presionando a los funcionarios de la restitución. Y la respuesta del Gobierno ha sido hasta ahora demasiado tímida para ganarles el pulso. No más en noviembre, Tierra y Vida contó 15 amenazas en regiones donde supuestamente hay Estado, como Valle, Magdalena y Antioquia.

Por eso esta y otras organizaciones han propuesto que se tomen medidas más audaces en contra de los violentos que no quieren dejar reparar a las víctimas, empezando por restringir al máximo el porte de armas, aun aquellas con salvoconducto, en esas 12 zonas (143 municipios) donde puso el foco el Gobierno para devolver la tierra, según informó La Silla Vacía.

La idea es potente, no sólo porque salva vidas, sino porque también puede ayudarle a la civilidad democrática a colonizar otro enmarañado territorio. Y así como restituir y formalizar tierras les puso luz a las enormes irregularidades en la propiedad del campo colombiano, restringir y vigilar al máximo el porte de armas de quien no pertenezca a la Fuerza Pública puede ayudar a iluminar ese otro agujero negro: el mercado de armas —legal e ilegal—. Se supone que es dificilísimo conseguir un salvoconducto, pero en la práctica lo pueden comprar los narcos, sus secuaces, los paramilitares y sus herederos, los usurpadores todos.

Hacer el control sobre las armas más transparente y público puede ser una empresa delicada porque es meterse en el terreno propio de los militares en un país con guerra interna. Resultaría más viable ensayarlo primero en los municipios donde se esté restituyendo, con el argumento imbatible de que la Fuerza Pública lo requiere para poderle responder así a la ciudadanía por la riesgosa tarea de proteger a funcionarios y víctimas en proceso de ser restituidas. En estos pueblos se podría hacer pública la lista de civiles con armas legales, verificar periódicamente que los dueños de los salvoconductos sean los mismos de las armas y que la ley no los ande buscando y prohibir el porte de armas a ciertas horas y en ciertos lugares. Además se podrían hacer campañas para que la gente aprenda a admirar el valor civil de no andar armado.

Quizás entonces, aun sin un enorme pie de fuerza para hacer cumplir las restricciones, se podría conseguir que quienes se sientan arrinconados allí sean los matones de fusil, y no los valientes líderes y funcionarios que sin más que su fuerza moral le están poniendo el pecho a la loable política oficial.

www.elespectador.com/opinion/columna-402255-armas-y-tierra
 

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