Hace un año se conmemoraba por primera vez el Día Nacional de las Víctimas en Colombia. El ambiente era de optimismo y esperanza, erigiéndose el 9 de abril como un quiebre entre un pasado de penumbras y frustraciones y un futuro que auguraba el comienzo de una nueva época, de reconocimiento y dignificación de las víctimas. La implementación de la Ley de Víctimas estaba prendiendo motores y se intuía el inicio, luego confirmado, de un posible proceso de paz con las Farc.
Hoy, al celebrar esta efeméride, el ambiente no es para nada similar. El principio de incertidumbre que rige cualquier proceso de negociación ha destruido aquellas expectativas y ha oscurecido el semblante de las víctimas, sometiendo a la sociedad colombiana en su conjunto a un tratamiento de shock, ante la pregunta que nadie se atreve a contestar y todos rehúyen, salvo la guerrilla, que ha sido expeditiva al afirmar que la víctimas no cuentan, sobre los sacrificios que todavía tienen aquellas que soportar en aras de alcanzar tan anhelada paz.
Varios aspectos empañan el éxito de la Ley de víctimas. Pese a la gran voluntad política que representa, las zonas más afectadas por el despojo siguen sin lograr contrarrestar las acciones violentas, y las minas sembradas por las Farc, que según el mismo Gobierno cubren el 70 % de los predios a restituir, han hecho del trabajo de la Unidad de Restitución una labor hercúlea. La construcción del andamiaje institucional para la atención y la reparación de las víctimas, al igual que la consolidación del compromiso político y económico de las autoridades locales, no ha sido suficientemente ágil, erosionando la esperanza de las víctimas, que siguen aguardando, ya no con tanto entusiasmo y ahínco, el desarrollo integral de la norma.
Por su parte, el proceso de paz no muestra mejor panorama para las víctimas. La delegación de las Farc en Cuba, expresa y cínicamente las ha catalogado como algo insignificante y han sido enfáticos en no reconocer su responsabilidad, autoproclamándose como las primeras víctimas del conflicto en Colombia.
Las declaraciones de Timochenko de convocar a las víctimas a mesas regionales suenan poco creíbles si no van acompañadas de una aceptación de responsabilidad frente a crímenes de guerra y lesa humanidad y la de la voluntad de responder por sus actos, por vía ordinaria y/o transicional. De no producirse dicho reconocimiento, el deber de reparación se trasladaría exclusivamente al Estado y la verdad resultaría groseramente reducida a una lucha por la paz con justicia social, que ni siquiera llenaría la dignidad de los colombianos.
La posición de las Farc era predecible, pero el Estado no puede ser ambiguo en la defensa de las víctimas. La verdad, la justicia y la reparación de éstas constituyen el eje central de la definición de la justicia transicional en la Ley y, por ende, las víctimas no pueden ocupar el vagón de atrás del Marco Jurídico para la Paz y sólo en la “mayor medida posible”. Es decir, los mecanismos para garantizar el derecho a la justicia parecen no hacer parte de la agenda hasta la fecha y la premura electoral marca la pauta en los tiempos de la negociación y con ello se corre el riesgo de que nadie se acuerde de exigirlos.
En otras latitudes, las conmemoraciones ilustran momentos de cambio y transformación, como el 27 de enero, escogido por Naciones Unidas para dignificar la memoria de las víctimas del Holocausto, por representar el día en que se abrieron las puertas de Auschwitz y con ello la desaparición del nazismo y la esperanza de justicia. En Colombia, el 9 de abril sólo es, hasta ahora, el recordatorio a la sociedad de que la lucha contra la insensibilidad no ha hecho más que empezar y, por ello, ha de ser una responsabilidad colectiva para que el olvido no sea la opción elegida. Negar hechos pasados o deformarlos, por unos o por otros, para alcanzar un futuro irreal, que prescinda de la verdad, justicia y reparación, sólo implicará negar la verdadera reconciliación del pueblo, condenándolo a sufrir nuevos hechos violentos. El Estado, que lo integramos todos, no puede, en este momento histórico, prescindir de las víctimas, quedándose en la conmemoración y anulando la esperanza.
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