Después del proceso constituyente de 1991, ampliamente democrático y progresista, el país no puede regresar a las épocas en las que se convenían reformas constitucionales a puerta cerrada.
Los negociadores en La Habana cerraron temporalmente el tema de tierras e iniciaron la discusión del tema político. El acuerdo parcial sobre tierras es sensato e importante. Bien desarrollado, permitiría modernizar y hacer más equitativas nuestras atrasadas y desiguales estructuras agrarias. Aunque quedan temas pendientes por acordar y “nada está acordado hasta que todo este convenido”, lo que se ha hecho público suena bien.
Un proceso agresivo de distribución de tierras a favor de la población campesina, con base en los baldíos de la Nación y las tierras recuperadas mediante restitución o extinción de dominio a quienes las obtuvieron por métodos violentos, fraudulentos o con dineros provenientes del narcotráfico, de lograrse, aumentaría en mucho la producción agrícola y permitiría un acceso más equitativo a la propiedad rural. Lo mismo sucedería con la actualización del catastro y un gravamen predial efectivo a la tierra. Es bien sabido que grandes extensiones de tierras con vocación agrícola se mantienen en usos ineficientes de ganadería extensiva, precisamente porque no tienen que tributar.
Estos dos propósitos, en conjunto con las políticas de apoyo tecnológico y de bienes públicos rurales que son su complemento, podrían permitir que nuestra agricultura finalmente despegue y que se repitan en Colombia los éxitos agrícolas que han tenido otros países de la región, como Chile, Costa Rica, Uruguay, Brasil y Argentina. Como han dicho muchos comentaristas, esto debería hacerse con acuerdo de paz o sin él. De hecho, es lo que hemos propuesto desde hace décadas muchos economistas y empresarios (como don Hernán Echavarría) y hasta instituciones como el Banco Mundial.
La pregunta es, entonces: ¿por qué no se ha hecho? Porque los grandes terratenientes han tenido una sobrerrepresentación histórica en el Congreso y en la política regional y han hecho valer sus intereses a sangre y fuego, como lo demuestra el episodio reciente de despojo de un inmenso número de propiedades de campesinos medios a través de la violencia paramilitar (y mediante fraudes notariales y legales). Esta realidad sugiere que del acuerdo en La Habana a la realidad habrá un difícil trecho y que los detalles de esta política no pueden dejarse al arbitrio del Congreso, ni su ejecución, en manos de las capturadas administraciones departamentales y municipales.
Por el contrario, al leer los 10 puntos políticos propuestos por las Farc dan ganas de llorar. ¿De modo que estos señores, que prefirieron seguir echando bala, secuestrando, minando nuestros campos y narcotraficando, en vez de aceptar la invitación de la asamblea constituyente de 1991 a participar en el proceso más democrático y descentralizador que ha tenido esta nación en su historia, ahora proponen “democratizar el Estado” y “darles participación a las regiones” y hacerlo a través de una nueva constituyente, presumiblemente nombrada a dedo? ¿O es que proponen repetir el proceso de 1991 con una constituyente elegida por votación popular?
Lo primero sería inaceptable. ¡Regresaríamos más de cien años atrás en nuestra historia democrática! Lo segundo sería ineficaz. Por una parte, las Farc no lograrían siquiera un diez por ciento de los puestos en la constituyente y, por tanto, su influencia en ella sería marginal. Por otra parte, un proceso tan democrático e idealista como el de 1991 es probablemente un hecho histórico irrepetible, pues no están hoy dadas las condiciones que llevaron al país entero a movilizarse en esa ocasión, en forma tan entusiasta, para dotarse de una Carta que es modelo en el mundo como garantía de protección de los derechos humanos y de participación democrática. Lo que procedería es someter los eventuales acuerdos de La Habana a refrendación popular mediante un referendo.