La Corte Suprema de Argentina avaló en última instancia la validez de una controvertida ley que afecta la libertad de los medios de comunicación en ese país. Sobre la base de enfrentar la concentración de medios, en especial los audiovisuales, la medida de obligar a “desinvertir” en frecuencias que posee es un tatequieto al Grupo Clarín, abierto opositor al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y principal afectado por la decisión.
Los altibajos en las relaciones entre los medios de comunicación y los gobiernos es de vieja data. Son múltiples los ejemplos de malquerencias, fricciones y abiertos enfrentamientos, como el que se vive en Argentina. Hay países que prefieren una prensa libre que una censurada. Otros, especialmente en nuestra región, prefieren amordazar al mensajero para que no se sepa lo que realmente está sucediendo. La imposición de cortapisas suele entonces adquirir tonos variopintos y para todos los gustos: sutiles amenazas o recortes en la publicidad oficial; imposición de gravámenes excesivos al papel, esencial para el funcionamiento de los medios impresos, y si los problemas continúan, se adoptan leyes que, bajo el muy respetable argumento de garantizar la responsabilidad en la información o la lucha antimonopolios, son métodos efectivos para la prevalencia de la información oficial. Por el vecindario existen casos conocidos.
Desde los medios de comunicación cometemos errores; somos los primeros en admitirlo y, llegado el caso, en corregir la información. Para algunos puede no ser suficiente, pero existen canales directos para hacer reclamos o incluso quien sienta vulnerados sus derechos puede acudir a instancias judiciales. Algo similar se puede decir en cuanto a la concentración excesiva de medios de comunicación. Si la finalidad de un propietario es restringir el sagrado derecho de informar, el primer gran perdedor es el propio medio, que dejará de tener credibilidad y terminará por desaparecer. A la audiencia no se la engaña fácilmente y la verdad termina por salir siempre a flote. Tanto más en estos días. Como dice el gran Gabo, “la ética debe ser al periodismo, como el zumbido al moscardón”. Ni más ni menos.
Por lo anterior, la decisión del Supremo argentino genera gran preocupación. El fallo, hay que reconocerlo, insta al Gobierno a mantener el equilibrio en la pauta oficial para que sea equitativa en todos los medios. De igual manera dice que la desinversión y posterior adjudicación de las frecuencias se haga de forma justa y supervisada. Sin embargo, el hecho de que entre las 330 licencias de las cuales deben desprenderse los 21 grupos, de 150 a 200 pertenezcan a Clarín, muestra para dónde va teledirigido el golpe.
Aunque la relación no fue mala en sus inicios, Gobierno y Clarín se distanciaron luego de que este grupo apoyara una protesta agrícola en 2008. De ahí en adelante fue Troya. Las investigaciones periodísticas llevaron a la denuncia de graves casos de corrupción que hoy tienen en la picota al propio vicepresidente, Amado Boudou. Los Kirchner llegaron a acusar a uno de los dos dueños del grupo, Ernestina Herrera de Noble, de que los hijos adoptados de la misma pertenecían realmente a desaparecidos durante la dictadura militar. Afirmación que el Gobierno no ha logrado probar.
La reacción pública, lamentablemente, se mueve al vaivén de la simpatía o antipatía por la presidenta. Y los medios, lamentablemente también, no parecen dispuestos a darse la pela por Clarín en la medida en que no quieren estar en la mira del Gobierno y, además, si se portan bien pueden acceder a algunas de las frecuencias que quedarán libres.
Mientras tanto, los defensores de la libertad de expresión en el continente no dejamos de preocuparnos por las graves consecuencias que medidas de este tipo pueden traer para la región, a pesar de sus aparentes buenas intenciones.
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