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A través de un proyecto que busca facilitar el acceso al agua, jóvenes bogotanos lograron que los habitantes de San Cristóbal, en San Jacinto, vuelvan a caminar por un cerro que solía recordarles su pasado violento.

Éder Ariza decidió no volver a pisar el cerro Capiro, el mismo que por décadas fue la fuente de sustento para su familia y todo el corregimiento de San Cristóbal, en San Jacinto (Bolívar).

Fue una mañana, mientras esperaba la bajada de su hijo con unos cultivos de ñame, cuando este campesino de piel negra y voz pausada lo decidió. Además de llegar tarde y sin la cosecha, el joven Malvis venía con las marcas de los golpes que le dejaron los paramilitares allá arriba, en un intento por sacarle información sobre el paradero de la guerrilla.

Pero las 7.000 matas de ñame que Éder cultivó y cuidó diariamente no fueron las únicas que se quedaron en la cima sin arrancar. También los plátanos, el maíz, la yuca y el arroz de sus vecinos pasaron a ser despensa para los grupos armados que se apropiaron del cerro.

Zona arrebatada

Tiempo atrás venían cambiando las cosas en lo que, según Éder, solía ser “un territorio de paz”. Desde que la guerrilla se asentó en la zona, a finales de los 80, los hombres del pueblo dejaron poco a poco la cacería en el Capiro, pues el disparo de una escopeta dirigido hacia un armadillo o una guartinaja podía delatarlos y llevar a encuentros que preferían evitar.

Aunque los recorridos familiares por los más de 600 metros de altura se hicieron cada vez más esporádicos, subir no era una opción para algunos que vivían al pie de la montaña. Návida Julio cuenta que sus días eran tranquilos, con su esposo, sus dos hijos y sus cerdos, gallinas y pavos, hasta que los guerrilleros se acostumbraron a usar su casa de paradero y a ella de cocinera: “Duraban hasta ocho días en mi casa y cuando subían me llevaban con ellos para que les cocinara. Como estaban armados, tocaba hacer lo que pidieran”.

Sin la fértil tierra del cerro, se hacía cada vez más difícil conseguir alimentos. El trueque entre amigos llegaría a su fin y por primera vez a los pobladores de San Cristóbal no les quedaría más opción que salir a María la Baja a vender y comprar lo que faltara para el almuerzo. Pero en el camino, cuentan, siempre estaba el Ejército para asegurarse de que su mercado no alcanzara ni para una semana: una libra de arroz, dos de sal y una cabeza de ajo. Todo lo demás, sentenciaban, era para vendérselo a la guerrilla.

El agua también parecía un privilegio. Los arroyos donde las mujeres llenaban las pimpinas y lavaban la ropa, donde los niños iban a refrescarse, estaban —para su infortunio— a orillas del Capiro.

La música de negro, como llaman al bullerengue, la gaita y hasta el picó, se silenció. La reemplazó el golpe diario de las puertas al cerrarse casi al unísono antes del atardecer. Así permanecían toda la noche, hasta que despertaban para darse cuenta de que cada vez eran menos en San Cristóbal, para enterarse quién se había ido ahora a buscar nuevo rumbo a Cartagena, Barranquilla o Venezuela. O, en las peores mañanas, quiénes habían sido secuestrados o asesinados en alguna vereda cercana.

Así fue como este poblado pasó a ser parte del pasado de los campesinos y cazadores que lo levantaron. Al menos de la mitad de ellos: de los 650 habitantes que tenía San Cristóbal en sus buenos años, gran parte se desplazó, pero cerca de 300 decidieron regresar después de intentar sobrevivir en las ciudades.

Al parecer compartían aquellos versos que le compuso su paisano, el juglar Adolfo Pacheco, a su papá en la canción El viejo Migue: “A mi pueblo no lo llego a cambiar ni por un imperio, yo vivo mejor llevando siempre vida tranquila”.

Pero hoy, los hijos de Éder, de Návida y de esos 650 hombres y mujeres creen que sí se puede recuperar la vida tranquila que les fue arrebatada, empezando por aquella montaña de María que alguna vez fue su motor.

De vuelta al cerro

Es un domingo de junio, el sol arde como de costumbre, la humedad es igual de sofocante y los mangos tan abundantes como todo el año en el cerro Capiro. Lo inusual es que esta mañana las plantas de matarratón y bleo playero y el árbol de caracolí vuelven a ser testigos de cómo adultos, jóvenes y niños madrugan para subir hasta la cima.

Lo que los congrega es la idea de unos jóvenes cachacos para ayudar a combatir la sed en San Cristóbal: atrapanieblas. Una artista, un sociólogo, una historiadora, una antropóloga, una trabajadora social y un ingeniero ambiental buscan instalar varios de estos en el cerro para que el pueblo no dependa de la lluvia a la hora de regar sus cultivos.

Este sistema “atrapa las pequeñas gotas de neblina que están en el ambiente y al juntarlas ganan el suficiente peso para convertirlas en agua que corre”, explica Andrés Felipe Rosero, ingeniero de los Andes. Además desarrollarán una huerta comunitaria, donde puedan usar el líquido que recolecten.

Con una malla, dos palos, un pedazo de plástico y unas cuantas cuerdas, cachacos y montemarianos subieron el cerro buscando la zona perfecta para instalar la primera muestra del atrapanieblas.

Mientras unos preparaban la tierra, otros amarraban la malla a los soportes o cortaban el plástico por donde correría el agua, y algunos otros se dedicaban a buscar y pelar mangos para todos, a servir el agua o simplemente a contemplar el paisaje.

Pararse en la cima del Capiro y mirar hacia abajo implica cierta paradoja: desde ahí se divisan dos grandes cuerpos de agua: las represas de Playón y Matuya, creadas en los 60 para abastecer el distrito de riego de María la Baja, que hoy beneficia en un 82 % a los palmicultores y de poco le sirve a la población. Porque, como dice el líder de Montes de María, Miguel Miranda, “teniendo agua, no hay agua”. Pero esa es otra historia.

Alternativa para la región

Después de instalar el primer atrapanieblas, celebrar, tomarse fotos y comer mango, empezó el descenso. Mientras abrían el camino con machete, estos campesinos debatían cómo se turnarían para subir al cerro todos los días a partir de la mañana siguiente.

Ese es el compromiso: cada día, durante ocho meses, alguien de la comunidad deberá subir hasta el atrapanieblas a tomar los registros de lluvia, viento y humedad con los equipos que los cachacos les enseñaron a usar. Así podrán saber si este sistema —que recolecta miles de litros de agua al día en Chile, Guatemala, Nepal y países de África— servirá en San Cristóbal.

¿Y si no funciona? “Si no funciona, hacemos otra cosa para recolectar agua. Puede ser por condensación, aunque es más experimental. La idea es trabajar alrededor del agua y del ambiente y desde ahí gestionar procesos comunitarios”, explica Francisco Quintero, filósofo de la Universidad Javeriana.

Estos jóvenes, que pronto se organizarán como la Asociación Arewaje: Caminos de Agua, también han logrado unir a la comunidad en torno a un proyecto de bosque alimentario. Entre todos identificaron las plantas nativas que son alimento y cuyo consumo se perdió con el tiempo; ahora trabajarán para reforestar y conservar esas especies.

Ya es mediodía y no hay que mirar un reloj para saberlo. Se siente en los pies ardiendo y en la garganta seca. A la mitad del camino, el grupo se detiene a descansar, pero uno de ellos nunca se sienta: Isaac, de 15 años, camina de un lado a otro con un anemómetro en la mano gritando unos números con emoción. La velocidad del viento indica que ese es un buen punto para ubicar otro atrapanieblas, como propone uno de los adultos, integrante del Consejo Comunitario de San Cristóbal.

La antropóloga del grupo, María Luisa Jaramillo, cuenta que la comunidad se involucró con fuerza en estos proyectos “cuando se dieron cuenta de que podrían servir como ejemplo para la región, como bastión de soberanía desde lo propio”.

Sin duda, la población de Montes de María necesita una alternativa para acceder al agua potable. Hoy la región cuenta con 36 pequeños distritos de riego que, según explican líderes de la zona, están privatizados, como el de María la Baja. Además aseguran que la llegada de los monocultivos y la ganadería extensiva ha causado la deforestación de la flora que protegía las fuentes hídricas. “Si no tenemos tierra, ni agua para poder cultivar, ya no va a haber una violencia directa sino una violencia ambiental”, sostiene Miguel Miranda.

Por ahora, no hay certeza de que los atrapanieblas funcionarán para calmar la sed en San Cristóbal. Lo que sí es evidente es que el proyecto ha servido como excusa para que sus habitantes vuelvan a caminar por ese lugar que fue durante años escenario de guerra.

http://www.elespectador.com/noticias/nacional/caminos-de-agua-montes-de-maria-articulo-655516

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