Esta expresión provocadora de Jacques Derrida, el filósofo judío francés de origen argelino, pronunciada en entrevista para Le Monde, después de la experiencia de los campos de concentración y de la posición política de muchos franceses frente a ello, ha motivado a muchos filósofos, científicos sociales y juristas a profundizar en la naturaleza del perdón.
Derrida parece sugerir que precisamente este perdón de lo imperdonable, que tiene que ver con lo que llamamos crímenes de lesa humanidad, los que se declaran imprescriptibles, los que van en contra de los derechos humanos en cuanto tales, en contra de la humanidad, aunque parezca imposible, es posible y en cierta manera nos permite, si algo todavía hoy lo permite, barruntar lo divino en el sentido en que pensamos que sólo un Dios puede perdonar lo imperdonable. Inclusive los no musicales religiosamente (no creyentes) pueden aprender a perdonar. En la entrevista habla también «de una nueva democracia por venir».
Esto nos lleva primero a desteologizar el perdón, de suerte que no se deje únicamente a personas creyentes que perdonan porque su religión así lo predica o porque ellos mismos desde sus convicciones se creen capaces de ello.
En este sentido, Manuel Reyes Mate, quien ha estado muy cerca del proceso de reconciliación en España, especialmente de todo lo relacionado con Eta desde la perspectiva del Partido Socialista, ha escrito recientemente que ni la justicia ni la libertad son términos propios e inventos de la Ilustración, sino que la modernidad los ha tomado de viejas tradiciones religiosas y los ha traducido en sentido moderno; de igual manera, anuncia que tarde o temprano la cultura del perdón tendrá que ser virtud cívica, sin dejar de ser para muchos solo virtud religiosa.
Si se considera la situación creada por el 11 de septiembre del 2001, es evidente que sin la cultura del perdón como virtud cívica se seguirán atizando en el ámbito mundial nuevas violencias, nuevos terrorismos, nueva guerras. Y si pensamos en Colombia, es claro que dos gobiernos de seguridad democrática en nada favorecieron la virtud cívica del perdón.
Ante la situación creada por los diálogos que ya han comenzado, también se puede evaluar nuestra cultura política como colombianos. Los más dicen estar de acuerdo con lo que sucede en temas de paz, pero habría que preguntarles hasta dónde estarían dispuestos a perdonar lo imperdonable. Para no hablar de quienes no están dispuestos a perdonar a ningún precio y por ello optan de todas formas por seguir la guerra para que al final haya vencedores y vencidos, los dueños de la verdad y la moral, y los bandidos, los que sobrevivan para ser castigados, hasta que «se pudran» en una cárcel. Y punto.
Desafortunadamente, entre quienes están por la reconciliación que nos lleve a la paz, la mayoría piensa que la memoria que buscamos y la verdad que reclamamos es solamente para la reparación de las víctimas y para que se castiguen todos los delitos. Pero resulta que memoria y verdad también pueden llevar a reconocimiento de culpa por el victimario, a justicia transicional acompañada de perdón, que no siempre significa olvido, como piensan algunos al identificar perdón y olvido.
El tema de la reconciliación es tan complejo que es necesario que de él se ocupe por un lado la filosofía moral y por otro, la filosofía política y del derecho. No bastan leyes generosas que estimulen el proceso, este es un proceso social y personal que compromete personas y requiere la participación de la sociedad civil. Piénsese en la transición de España a la democracia, en la de Chile, en la de Sudáfrica, en la reconstrucción no solo material sino social de Europa, ahora madura para que ese gran experimento que se llama Unión Europea reciba el Premio Nobel de la Paz.
En el caso colombiano, no podemos olvidar la fundación de la Unión Patriótica, cuando en medio del proceso de paz del presidente Betancur fuimos sorprendidos en Casa Verde, en la Uribe, los miembros de la Comisión de Verificación de los acuerdos de paz, por el secretariado de las Farc, con la firma del documento por el cual se reintegrarían gradualmente a la escena política pública institucional. La respuesta de muchos colombianos a esta actitud y a este relevante hecho político, ante su acogida por amplios sectores de la población, fue la de no perdón.
En pocos años, la masacre de la Unión Patriótica acabó con este esperanzador experimento ante la indiferencia de la sociedad civil, que no parecía tener reservas de virtud civil como cultura del perdón. Todo lo contrario, se toleró sin protestar la aniquilación del movimiento político. Ni siquiera años más tarde fue posible que el gobierno de la seguridad democrática se comprometiera con la comisión de «solución amistosa», creada para superar civilmente el conflicto vigente por la masacre de más de 3.500 militantes de la UP.
Podemos, por tanto, decir que los colombianos tenemos como asignatura pendiente la cultura política en general y en particular la cultura cívica del perdón. También la clase política. Proceso de reconciliación, como el que pretende poner en marcha el Gobierno, sin memoria, es ilusorio.
Pero no basta con hablar de memoria y reparación, si ambas no se ponen en el horizonte de la reconciliación y de la paz. No es un mero «ajuste de cuentas» por las buenas. Por ello insistimos en el planteamiento moral de Derrida.
Perdón, para que valga la pena y pueda ser por tanto de lo imperdonable, ya que lo perdonable será perdonado sin problemas por alguna compensación como castigo o reparación, no puede significar olvido; todo lo contrario, exige que haya a quién y qué perdonar. Más aún, hay una discusión entre los expertos si es necesario el reconocimiento de la culpa y señales de arrepentimiento, de reconocimiento del error y del propósito de no volverlo a cometer. Quien no es capaz de reconocer culpa es un «sin vergüenza».
Es el perdón mismo el que cura y este se da entre dos, el causante del dolor y el que lo ha sufrido y lo sigue sufriendo. El sentimiento de resentimiento y el de indignación por parte de la sociedad civil se mitiga, no se borra totalmente en esa comunicación entre victimarios y víctimas, de la cual los dioses y la sociedad son testigos (el Estado como su representante en muchos casos).
El perdón de lo imperdonable, como se ve, es una virtud moral, relacionada con la política y lo jurídico, pero no son lo mismo. Hay un perdón político, amnistía, indulto y figuras semejantes, que puede articularse en perdón legal, rebaja de penas. Mientras el perdón como virtud moral exige una actitud sincera de querer perdonar y de saber ser perdonado, la virtud política reconoce públicamente la culpa. Por qué motivos lo haga es asunto de cada quien. La sociedad civil debe reconocer la sinceridad de la promesa si se le apuesta a la reconciliación, modo de vida para un futuro inmediato. De acuerdo con esto, es posible negociar el sentido y los alcances del perdón legal.
Esta diferencia entre la dimensión moral y la política del perdón nos permite comprender por qué hablar de política del amor, como lo hicieron un candidato y una candidata a la Alcaldía de Bogotá, puede ser una respuesta retórica a la política del odio, a la que nos estaba acostumbrando la seguridad democrática; pero no es necesario ir tan allá, la política está en el medio, es de la justicia como equidad, del reconocimiento del otro como diferente en su diferencia y por tanto como interlocutor válido. Este es el sentido de ciudadanía moderno, basado en la confianza, en la capacidad de cooperación social y de reciprocidad. Este es el tejido social que se pretende reconstruir con la reconciliación a la cual se orientan todas las leyes de justicia transicional y reparación.
Debemos apostarle a una sociedad tolerante, decente, en la que la comprensión del adversario no significa estar de acuerdo con él, pero sí respetarlo como conciudadano. Es el sentido de justicia como fairness, porque en política y en derecho también es posible el juego limpio.
Creo que en este momento lo más importante es que los colombianos nos preguntemos qué tan alta tenemos la virtud cívica de la cultura del perdón. Si llegamos a la actitud de querer poder perdonar lo imperdonable o si pensamos que el tema de la impunidad es asunto de justicia, no como equidad, sino como castigo, traducida en años de cárcel.
Desafortunadamente las escuelas de derecho en Colombia parecen temerle a la moral, la confunden con la de los creyentes y no tienen en cuenta que también los no musicales religiosamente tienen argumentos y recursos morales suficientes para defender en el espacio político y jurídico la justicia como equidad; es decir, como garante de la dignidad humana, que no tiene precio ni valor, de la autonomía de la persona moral y de su capacidad de luchar políticamente por el reconocimiento.
Si la generosidad no alcanza para más que para «perdonar» procedimentalmente, en «negociaciones» de reparación, no creo que este proceso llegue a feliz término. Virtud cívica sin cultura del perdón, sin actitud moral de perdonar y solicitar ser perdonado, termina por marchitarse. La foto de Willy Brandt, de rodillas a las puertas del gueto de Varsovia, simboliza cómo el perdón político exige muchas veces, en casos como el del holocausto, la actitud del perdón moral. Estimo que el caso colombiano no es nada diferente.
Acerca de Guillermo Hoyos Vásquez
Doctor en Filosofía de la U. de Colonia, es uno de los contados filósofos en ejercicio que tiene el país. Dirige el Instituto Pensar, de la U. Javeriana. Fue parte de una de la comisión de paz del gobierno de B. Betancur.
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